LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO I: LA MODERACIÓN
Después de lo que precede, quizá convendrá tratar de la moderación y decir qué es, en qué casos se manifiesta y a qué se aplica. La moderación es una cualidad del hombre que exige menos de lo que podrían procurarle sus derechos fundados en la ley. Hay una multitud de cosas, respecto de las que el legislador es impotente para determinar casos particulares, disponiendo sólo de una manera general. Ceder de su derecho en las cosas de este género y no pedir más de lo que el legislador hubiera querido, pero que no ha podido precisar en todos los casos particulares a pesar de su deseo, es hacer un acto de moderación. Pero el hombre moderado no reduce indistintamente todos sus derechos; así que no rebaja nada de los que debe a la naturaleza, y que son verdaderamente derechos; sólo reduce sus derechos legales, aquellos que el legislador, a causa de su impotencia, ha debido dejar indecisos.
CAPÍTULO II: LA EQUIDAD
La equidad, que asegura la rectitud del juicio, se aplica a los mismos casos que la moderación, es decir, a los derechos pasados en silencio por el legislador, que no ha podido determinarlos con precisión. El hombre equitativo juzga de los vacíos que deja la legislación, y, reconociendo estos vacíos, insiste en que el derecho que reclama es muy fundado. El discernimiento es, pues, lo que constituye al hombre equitativo. Y así, la equidad, que distingue exactamente las cosas, no puede existir sin la moderación; porque al hombre equitativo y de buen sentido corresponde juzgar de los casos, y luego al hombre moderado obrar según el juicio formado de esta manera.
CAPÍTULO III: EL BUEN SENTIDO
El buen sentido se aplica a las mismas cosas que la prudencia, es decir, a las cosas de acción, que podemos, según queramos, buscar o rechazar. El buen sentido es inseparable de la prudencia. La prudencia es la que obliga a practicar las cosas de que acabamos de hablar. Pero el buen sentido es esta cualidad, esta disposición o facultad que nos descubre el mejor y más ventajoso proceder en los actos que debemos ejecutar. Y así las cosas que se hacen espontáneamente, por perfectas que hayan salido, no pueden atribuirse al buen sentido. Cuando no ha habido intervención de la razón para discernir el mejor partido que debe tomarse, no puede llamarse hombre de buen sentido al que obra de esta manera. Cualquiera que sea el resultado que obtenga, sólo será un hombre afortunado; porque los resultados obtenidos sin que intervenga la razón, que juzga sanamente de las cosas, no son más que obra del azar y de la fortuna.
CAPÍTULO IV: DIGRESIÓN SOBRE LOS DEBERES DE CORTESÍA Y SU RELACIÓN CON LA JUSTICIA
¿Es un deber unido a la justicia el tratar a todo el mundo bajo un pie de igualdad en las relaciones sociales, o no lo es? Concibo que se entablen relaciones con la persona que se encuentre, cualquiera que ella sea, y que en el acto se ponga uno a su nivel; esto es sólo propio del adulador y del complaciente. Pero dar a cada uno, en estas relaciones, todo lo que merece según su mérito, parece ser absolutamente una obligación en el hombre justo y que quiere conducirse como es debido.
CAPÍTULO V: CUESTIONES DIVERSAS
Pueden suscitarse objeciones contra algunas de las teorías precedentes, diciendo: si cometer una injusticia es dañar a alguno con plena voluntad, sabiendo que se le daña, quién es el dañado, cómo, y por qué se le daña; y si, además, el daño hecho a otro y la injusticia cometida sólo pueden recaer sobre los bienes y en los bienes exclusivamente, se sigue de aquí que el hombre que comete una injusticia, el hombre injusto, sabe perfectamente lo que es el bien y lo que es el mal. Y conocer precisamente estos matices delicados es lo propio del hombre prudente, es lo propio de la prudencia. Pero es un absurdo manifiesto creer que este bien admirable que se llama la prudencia, que es el primero de los bienes, sea propio del hombre injusto. ¿No deberá decirse, más bien, que la prudencia no puede ser jamás compañera del hombre injusto? El hombre injusto no es capaz de juzgar, ni busca lo que es absolutamente bien y ni aun lo que es especialmente su propio bien y ni aun lo que es especialmente su propio bien; se engaña siempre en esto, mientras que la función eminente de la prudencia consiste en discernir con seguridad las cosas de este género. Aquí sucede lo que en la medicina. No hay nadie que no sepa lo que es sano absolutamente hablando y lo que mantiene la salud: por ejemplo, todos saben la utilidad del eléboro, de los purgantes, de las amputaciones, de los cauterios, y nadie ignora que estos remedios son muy saludables y que dan la salud. Pero, sabiendo todo esto, no por eso poseemos la ciencia médica; porque no sabemos cuál será el remedio conveniente en cada caso particular, como el médico que sabe el remedio que será bueno para tal enfermo, la disposición en que éste ha de estar para suministrárselo y que será el oportuno; conocimientos que constituyen la verdadera ciencia de la medicina. Sabiendo, pues, de una manera absoluta y general lo que es bueno para la salud, no por eso poseemos la ciencia médica, ni tampoco la llevamos con nosotros mismos.
En igual forma, el hombre injusto sabe de una manera general que la dominación, el poder, la riqueza, son bienes; pero no sabe absolutamente si son bienes verdaderos para él, ni en que momento le convienen, ni en qué disposición moral debe estar para que esto bienes le sean provechosos. Este discernimiento sólo pertenece a la prudencia, y la prudencia no acompaña al hombre injusto. Los bienes que codicia y que adquiere mediante su crimen son, si se quiere, bienes absolutos; pero no son los bienes que le convienen. La riqueza y el poder, absolutamente hablando, son bienes, pero no son bienes para tal hombre en particular, puesto que la riqueza y el poder que ha adquirido sólo le servirán para causar mucho mal a sí y a sus amigos y jamás sabrá emplear como conviene el poder que ha caído en sus manos.
Otra cuestión bastante embarazosa se puede también suscitar, y consiste en saber si la injusticia es o no posible contra el hombre malo. He aquí lo que puede decirse: si la injusticia es un daño que se causa a otro, y este daño consiste en la privación de los bienes que se le arrancan, no parece que pueda hacerse daño al hombre malo, puesto que los bienes que le parecen ser bienes para él, no lo son verdaderamente. El poder y la riqueza no pueden menos de dañar al hombre malo, que jamás sabrá hacer de ellos un uso conveniente; luego, si esta posesión es un daño para él, no se comete Una injusticia arrancándoselos. Este razonamiento parecerá, sin duda, a la mayor parte de los espíritus una pura paradoja, porque todo el mundo se cree muy capaz de usar del poder, de la dominación y de la riqueza; pero esta suposición es puramente gratuita y falsa. El legislador mismo es de este dictamen, pues se guarda bien de confiar el poder a todos los ciudadanos sin distinción. Lejos de esto, fija con cuidado la edad y la fortuna que cada uno debe tener para tomar parte en el gobierno. Esto nace de que el legislador no cree que todos indistintamente pueden mandar, y si alguno se rebela por no tener parte en la autoridad y porque no se le permite gobernar, se le puede decir: "No tenéis en vuestra alma nada de lo que se necesita para mandar y gobernar a los demás. En lo que corresponde al cuerpo debe tenerse en cuenta que, para tratarle bien, no basta tomar únicamente cosas absolutamente buenas, sino que, si se quiere curar una salud resentida, es preciso seguir un régimen y reducirse, por lo pronto, a una pequeña cantidad de agua y de alimentos. A un alma mala, para impedirle hacer el mal, ¿qué otro recurso queda que negarle todo, autoridad, riqueza, poder y todos los bienes de este género, con tanta más razón cuanto que el alma es cien veces más móvil y más mudable que el cuerpo?. Porque así como el que tiene el cuerpo enfermo debe someterse para curarse al régimen que indiqué antes, así el alma enferma se hará quizá capaz de conducirse bien, si se desprende de todo lo que la pervierte.
Otro problema que se puede también presentar es el siguiente: En los casos en que no se pueden ejecutar, a la vez, actos justos y valerosos, ¿cuáles son los que deben preferirse? Con respecto a las virtudes naturales, ya hemos dicho que basta el instinto que arrastra al hombre hacia el bien, sin que sea necesaria la intervención de la razón. Pero cuando la elección voluntaria y libre es posible, ella depende siempre de la razón, de esta parte del alma que posee la razón. Por consiguiente, se podrá escoger y decidirse libremente en el acto mismo en que se sienta uno arrastrado por el instinto, y entonces tendrá lugar la virtud perfecta que, como hemos dicho, va siempre acompañada de la reflexión y de la prudencia. Si la virtud perfecta no es posible sin el instinto natural del bien, tampoco puede suceder que una virtud sea contraria a otra virtud. La virtud se somete naturalmente a la razón y obra como ésta se lo ordena, de tal manera que la virtud se inclina de suyo al lado adonde la razón la conduce, porque la razón es la que escoge siempre el mejor partido. Las demás virtudes no son posibles sin la prudencia, así como la prudencia no es completa sin las demás virtudes; pero todas las virtudes en su acción se prestan un mutuo apoyo, y son todas compañeras y sirvientas de la prudencia.
Una cuestión no menos delicada que las precedentes es la de averiguar si con las virtudes sucede lo que con los demás bienes exteriores y corporales. Cuando estos bienes son demasiado abundantes, corrompen a los hombres por su exceso, y, así, la riqueza excesiva hace a los hombres desdeñosos y duros, y los demás bienes de este orden, poder, honores, belleza y fuerza no corrompen menos que la riqueza. ¿Sucederá lo mismo con la virtud? ¿Si la justicia o el valor se encontraran con exceso en el corazón de un hombre, este hombre no sería peor? No, no lo sería. Pero puede añadirse que la gloria procede de la virtud y que, llevada aquélla hasta el exceso, hace a los hombres malos y corrompidos; luego, la virtud, llegando a aumentarse y agrandar, pervertirá a los hombres; y puesto que estamos de acuerdo en que la virtud es causa de la gloria, es preciso convenir, por consiguiente, en que la virtud, aumentándose, corromperá los hombres tanto como a sí misma. ¿Pero todo esto no es contrario a la verdad? Si la virtud produce otros efectos admirables, como realmente sucede, el más positivo consiste, sin contradicción, en que asegura el uso juicioso de todos estos bienes mediante su influencia sobre los que los poseen. El hombre de bien que no sepa emplear, como es conveniente, los honores y el poder que le hayan cabido en suerte, cesará por esto mismo de ser hombre de bien. Por consiguiente, ni los honores, ni el poder, podrán corromper al hombre virtuoso, como no pueden corromper la virtud misma. En resumen puesto que hemos demostrado al principio de este estudio que las virtudes son medios, se sigue de aquí que cuanto más grande es la virtud más medio será; y que la virtud, al aumentarse, lejos de hacer a los hombres más malos, deberá, por lo contrario, hacerlos mejores, porque el medio de que hablamos es el medio entre el exceso y el defecto en las pasiones que agitan al corazón del hombre. Pero no hablemos más sobre esta materia.
CAPÍTULO VI: NUEVAS TEORÍAS SOBRE LA TEMPLANZA
Después de lo que precede, es indispensable comenzar un nuevo estudio y tratar de la templanza y de la intemperancia, pero como esta virtud y este vicio tienen algo de extraño, no deberá sorprender si las teorías, con cuyo auxilio se las explica, parecen igualmente extrañas. La virtud de la templanza no se parece a ninguna otra. En todas las demás virtudes la razón y las pasiones arrastran en el mismo sentido y no se contradicen. En la templanza sucede lo contrario; la razón y las pasiones están directamente opuestas entre sí. En el alma, las tres cualidades que podemos llamar malas son el vicio, la intemperancia y la brutalidad. Más arriba hemos explicado lo que son el vicio y la virtud, y en qué consisten, y ahora nos resta hablar de la intemperancia y de la brutalidad.
CAPÍTULO VII: LA BRUTALIDAD
La brutalidad es, en cierta manera, el vicio llevado hasta el último extremo, y cuando vemos un hombre absolutamente depravado, decimos que no es un hombre, sino un bruto, representando, la brutalidad uno de los grados del vicio.
La virtud opuesta a esta odiosa cualidad no tiene nombre especial, pero, cualquiera que sea, puede decirse que trasciende del hombre y que es la virtud de los héroes y de los dioses. Esta virtud ha quedado sin nombre, porque la virtud no puede aplicarse a Dios está por encima de la virtud y no se arregla por ella, puesto que, en otro caso, sería la virtud superior a Dios. He aquí por qué la virtud opuesta a la brutalidad no puede tener nombre particular; es divina y supera a las fuerzas del hombre; y así como la brutalidad es un vicio, que en un sentido es extraño al hombre, así la virtud que se opone a este degradación no lo es menos.
CAPÍTULO VIII: LA TEMPLANZA
Para explicar bien la templanza y la intemperancia, debemos ante todo, exponer la discusión de que han sido objeto y las teorías que se han suscitado, algunas de las cuales son contrarias a los hechos. Estudiando las cuestiones que se han promovido y comprobándolas nosotros mismos, llegaremos a descubrir en lo posible la verdad en estas materias; y éste será el mejor método y el que mas fácilmente nos puede conducir para conseguirlo.
El viejo Sócrates llegó hasta suprimir y negar enteramente la intemperancia, sosteniendo que nadie hace el mal con, conocimiento de causa. Pero el intemperante, que no sabe dominarse, parece que hace el mal sabiendo que es mal, arrastrado y todo por la pasión que le domina. Resultado de esta opinión, Sócrates creyó que no había intemperancia. Pero éste es un error. Es un absurdo atenerse a semejante razonamiento y negar un hecho que es de toda certidumbre. Sí, hay hombres intemperantes; y saben muy bien que, al obrar como obran, hacen mal.
Puesto que la intemperancia es una cosa real, pregunto si el Intemperante tiene una ciencia de cierta especie que le hace ver y buscar las malas acciones que comete. Por otra parte, parecería absurdo que lo que hay en nosotros de más poderoso y más firme sea dominado y vencido por ninguna otra cosa. Ahora bien, de todo lo que existe en nosotros, la ciencia es, sin contradicción, lo estable y lo más fuerte, y esta observación tiende a probar que el intemperante no tiene el conocimiento de lo que hace. Mas si no tiene precisamente la ciencia, ¿tiene, por lo menos, la opinión, tiene la sospecha? Pero si el intemperante sólo tiene una sospecha de lo que hace, entonces cesa de ser reprensible. Si hace alguna cosa mala sin saber precisamente que es mala, sino suponiéndolo mediante una opinión incierta, se le puede perdonar que se deje llevar del placer, puesto que comete el mal no sabiendo exactamente que es mal, y presumiéndolo tan sólo. No se reprende a aquellos a quienes se excusa, y, por consiguiente, puesto que el intemperante sólo tiene una vaga sospecha de lo que hace, no es reprensible. Sin embargo, es realmente digno de censura.
Todos estos razonamientos sólo sirven para entorpecernos. Unos, negando que el intemperante tiene la ciencia de lo que hace, nos llevan a una conclusión absurda; y otros, sosteniendo que ni aun una vaga opinión tienen, nos han conducido a una obscuridad no menos extraña.
Pero he aquí otras cuestiones que también se pueden promover. El hombre que sabe ser prudente podrá también ser templado, y entonces se pregunta: ¿hay algo que pueda causar al prudente deseos violentos? Si es templado y si se domina, como se supone, será preciso que experimente pasiones violentas, porque no se puede llamar templado a un hombre que sólo domina las pasiones moderadas. Luego, si no tiene pasiones vivas, ya no es moderado, porque no hay moderación desde el momento en que no hay deseos ni emociones. Pero esta misma explicación presenta dificultades nuevas, porque este razonamiento tiende a concluir que algunas veces el intemperante es digno de alabanza y el templado digno de reprensión. Puede suceder, se dirá, que alguno se engañe en su razonamiento, y que, razonando, encuentre que el bien es el mal, arrastrándole, por otra parte, la pasión hacia el bien. La razón no le permitirá hacer lo que él tiene por mal; pero, dejándose guiar por la pasión, lo hará; porque, obrar conforme a la pasión, es lo propio del intemperante, como ya hemos dicho. Por consiguiente, hará el bien, porque su pasión le mueve a ello; pero su razón le impedirá obrar, puesto que suponemos que se aleja del bien que desconoce, a causa del razonamiento hecho. Luego, este hombre será intemperante y, sin embargo, será laudable, puesto que lo es en tanto que obra el bien. Y he aquí un primer resultado que es perfectamente absurdo. Partamos también de esta misma hipótesis, y supongamos que este hombre se extravía usando de su razón, la cual le hace creer que el bien no es el bien, y que al mismo tiempo su pasión le conduzca igualmente a obrar bien. Pero la templanza consiste en resistir, mediante la razón, las pasiones y los deseos que uno siente en su alma; y así, este hombre que se verá engañado por su razón, estará impedido de ejecutar lo que su pasión desea, y, por consiguiente, de hacer el bien, puesto que al bien es al que le conducía su pasión. Pero el que no sabe hacer el bien en los casos en que es de su deber hacerlo, es reprensible; luego, el hombre templado será algunas veces digno de reprensión. Esta segunda consecuencia es tan absurda como la otra.
Otra cuestión tiene por objeto indagar si puede tener lugar la intemperancia y ser uno intemperante en el uso de toda especie de cosas y en la busca de todas ellas; si es uno intemperante, por ejemplo, en punto a riqueza, honores, cólera, gloria y todas las cosas en que los hombres parecen mostrarse intemperantes; o bien, si la intemperancia sólo se aplica a un orden especial de cosas.
He aquí cuestiones que parecen dudosas y que, precisamente, hay que resolver.
Ante todo, discutamos la cuestión relativa a la ciencia que se niega al intemperante. Como ya lo hemos hecho ver, es un absurdo suponer que un hombre que tiene la ciencia, la pierda de repente o la deje escapar. El mismo razonamiento tiene lugar respecto a la simple opinión y a la vaga sospecha, y no hay aquí, ninguna diferencia entre la opinión incierta y la ciencia precisa. Desde el momento en que la simple opinión, a causa de su misma vivacidad, se ha hecho sólida e inquebrantable, no la separará ya la menor diferencia de la ciencia con respecto a los que tienen estas opiniones, porque creerán que las cosas son realmente como su opinión se las hace ver. Heráclito de Éfeso, al parecer, tenía esta opinión imperturbable en todas las creencias que engendraba. Y así, nada tiene de absurdo el creer que el intemperante, ya tenga la ciencia verdadera, ya la simple opinión, tal como aquí la suponemos, pueda hacer el mal. Esto nace de que la palabra saber tiene un doble sentido; en uno, saber significa poseer la ciencia, y decimos que alguno sabe alguna cosa cuando posee la ciencia de esta cosa; y en otro, saber significa obrar en conformidad a la ciencia que se tiene. Y así, el intemperante puede ser muy bien el hombre que tiene la ciencia del bien, pero que no obra conforme a esta ciencia. Desde el acto que no obra conforme a esta ciencia, no es un absurdo sostener que puede hacer el mal en el acto mismo de tener la ciencia del bien. Este hombre se encuentra en el mismo caso que los que están dormidos, los cuales podrán tener la ciencia, pero harán y experimentarán durante el sueño una multitud de cosas que repugnen a la ciencia, porque en este estado la ciencia no obra en ellos. Lo mismo sucede al intemperante; se parece al hombre dormido, y no obra ya conforme a la ciencia que posee.
Tal es la solución de la cuestión que se había suscitado sobre este punto, porque se preguntaba si en este momento el intemperante pierde la ciencia que posee o si la ciencia le falta en tal momento, las dos suposiciones parecen igualmente insostenibles.
Pero he aquí otra explicación que puede hacer esto perfectamente evidente. Ya hemos dicho en los Analíticos que el silogismo se forma de dos proposiciones, una universal, y otra comprendida en ésta, que es particular. Por ejemplo; yo sé curar a todo hombre que tiene fiebre; es así que el que tengo a la vista tiene fiebre; luego, yo sé curar a este hombre en particular. Pero puede suceder que sepa yo de ciencia universal y general lo que no sé de ciencia particular. Puede incurrirse en un error en este último caso hasta por alguno que tenga ciencia; por ejemplo, tal persona sabe curar a todo hombre que tiene fiebre, pero, sin embargo, no sabe en particular que un hombre dado tiene fiebre. He aquí cómo, en igual forma, el intemperante puede cometer una falta, por aunque tenga la ciencia de aquello que él practica, porque puede suceder muy bien que el intemperante tenga esta ciencia general de que tales cosas son malas y dañosas, sin que por eso sepa claramente que tales cosas en particular son malas y dañosas para él. Y así se engañará, a pesar de tener la ciencia, porque posee la ciencia general y no la ciencia particular. No es, pues, absurdo sostener que el intemperante hará el mal, aun teniendo la ciencia de lo que hace. Lo mismo sucede, poco más o menos, en el caso de embriaguez. Los ebrios, cuando su embriaguez les ha abandonado, vuelven a ser lo que eran antes; la razón y la ciencia no han desaparecido de ellos, sino que han sido dominadas y vencidas por la embriaguez, y, libres de ella, vuelven a su estado ordinario. Lo mismo sucede al intemperante; la pasión que le domina impone silencio a la razón, pero cuando la pasión cesa, como cesa la embriaguez, el intemperante vuelve a lo que era antes de ceder ante ella.
Pasemos ahora a otro razonamiento bastante embarazoso, con el cual se quiere demostrar que algunas veces la intemperancia puede ser digna de alabanza, y la templanza digna de reprensión. Este segundo razonamiento no vale más que el primero. El templado, lo mismo que el intemperante, no es aquel a quien engaña su razón; es el hombre que tiene la razón recta y sana, y que juzga mediante ella lo que es malo y lo que es bueno; pero que se hace intemperante cuando desobedece a esta razón, y templado cuando se somete a ella sin dejarse llevar de las pasiones que siente. De un hombre que tiene por cosa horrible golpear a su padre, pero que se abstiene de hacerlo cuando casualmente le acomete este deseo abominable, no puede decirse que sepa dominarse y que por este motivo se le deba llamar templado. Pero, si en todos los casos de este género que pueden proponerse, no hay templanza ni intemperancia, la intemperancia no puede ser digna de alabanza, ni la templanza digna de reprensión, como se pretendía. Hay intemperancias que sólo son productos de enfermedades, y hay otras que son naturales; por ejemplo, es un efecto de enfermedad el no poder dejar de arrancarse los cabellos y roerlos. Cuando se domina este extraño capricho, no por esto es uno digno de alabanza, ni tampoco reprensible por no poder dominarlo; o, cuando menos, la victoria o la derrota son de muy poca importancia en este caso. De otra parte, hay arrebatos que son naturales. Por ejemplo, compareciendo ante el tribunal un hijo por haber golpeado a su padre, se defendió diciendo a los jueces: "También él golpeó a su padre", y fue absuelto porque creyeron los jueces que éste era un delito natural, que estaba en la sangre; lo cual no impide que si alguno ha sido, en un caso dado, bastante dueño de sí mismo para no golpear a su padre, no merezca absolutamente la alabanza por haberse abstenido de tan odiosa acción.
Pero no son la templanza y la intemperancia, consideradas en estas condiciones excepcionales, de las que tratamos aquí puesto que sólo son objetos de nuestro estudio de las especies de templanza y de intemperancia que nos hacen absolutamente dignos de alabanza o de reprensión. Entre los bienes unos son exteriores a nosotros, como la riqueza, el poder, los honores, los amigos o la gloria. Hay otros que nos son necesarios, y que son corporales, como las que se refieren al tacto y al gusto. El hombre intemperante en las cosas de esta última clase es, al parecer, el que debe llamarse, absolutamente hablando, intemperante. Las faltas que comete se refieren únicamente al cuerpo, y a esta clase de exceso es al que limitamos la intemperancia que nos proponemos estudiar. Se preguntaba un poco más arriba a qué se aplica especialmente la intemperancia. Respondo que, hablando con propiedad, no puede llamarse intemperante al que lo es en punto a honores, porque se alaba generalmente al que tiene esta clase de intemperancia, y se le llama ambicioso. Cuando hablamos de un hombre que es intemperante en esta clase de cosas, añadimos ordinariamente al epíteto de intemperante el nombre de la cosa misma; ya sí decimos que es intemperante en punto a honores, en punto a gloria, en punto a cólera. Pero cuando queremos designar al intemperante de una manera absoluta, no tenemos necesidad de añadir la indicación de las cosas en que lo es, porque se ve cuáles son las cosas en que es intemperante, sin que haya de añadirse la designación especial. El intemperante, absolutamente hablando, lo es con relación a los placeres y a los sufrimientos del cuerpo.
He aquí otra prueba de que esto es a lo que realmente se aplica la intemperancia. Puesto que se concede que el intemperante es reprensible, los objetos de su intemperancia deben ser también el poder, las riquezas y todas las cosas análogas, respecto de las que cabe el nombre de intemperancia, no son reprensibles por sí mismas. Por lo contrario, los placeres del cuerpo lo son, y al que se entrega con exceso a ellos se llama con razón y justo motivo intemperante.
Pero como de todas las intemperancias, fuera de la de los placeres del cuerpo, es la de la cólera la más reprensible, puede preguntarse si ésta es más reprensible que la de los placeres. La intemperancia de la cólera es absolutamente semejante al apuro que muestran los esclavos por servir con un excesivo celo a su señor. Apenas éste les dice: "Dame...", cuando llevados de su celo, entregan antes de haber oído lo que deben entregar; y muchas veces se engañan en la cosa que llevan a su señor, y, en lugar del libro que éste pedía, le llevan un estilo para escribir. El intemperante, en punto a cólera, está en el mismo caso que estos esclavos. Apenas oye la primera frase que cree ofensiva, cuando su corazón se llena de un deseo desenfrenado de venganza, y ya no puede escuchar ni una sola palabra para poder saber si obra bien o mal al irritarse o, por lo menos, si se irrita más de lo que debiera. Esta tendencia a la cólera, que puede llamarse intemperancia de cólera, no me parece muy reprensible. Pero la intemperancia que abusa del placer lo es, a mi parecer, mucho más. Esté segundo arrebato difiere del otro en que la razón interviene en él para impedir que se obre, y el intemperante que se deja dominar por el placer obra contra la razón que le habla. Y así, esta intemperancia merece mas reprensión que la intemperancia de la cólera, porque está en un verdadero sufrimiento, en tanto que no puede uno encolerizarse sin sufrir; mientras que, por lo contrario, la intemperancia que procede del deseo o de la pasión siempre va acompañada de placer. Esto es lo que la hace más reprensible, porque la intemperancia que acompaña al placer parece una especie de insolencia y de desafío a la razón.
¿La templanza y la paciencia son una sola y misma virtud? La templanza se refiere a los placeres, y es hombre templado el que sabe dominar sus peligrosos atractivos; la paciencia por lo contrario, sólo se refiere al dolor, y el que soporta y sufre los males con resignación es paciente y firme. En igual forma, la intemperancia y la molicie no son la misma cosa. Hay molicie y es flojo un hombre cuando no sabe soportar las fatigas, no todas indistintamente, sino las que otro hombre en las mismas circunstancias se creería en la necesidad de soportar. El intemperante es el que no puede soportar los alicientes del placer y se deja ablandar y arrastrar por ellos.
Puede distinguirse aún el intemperante del que se llama incontinente. ¿El incontinente es intemperante? ¿Y el intemperante debe confundirse con el incontinente? El incontinente es el que cree que lo que hace es excelente y le es muy útil, y que no tiene en sí mismo una razón que sea capaz de oponerse a los placeres que le seducen y le ciegan. El intemperante, por lo contrario, siente en sí la razón que se opone a sus extravíos en aquellas cosas a que le arrastra su funesta pasión. De estos dos, ¿cuál es el que más fácilmente puede curar, el intemperante o el incontinente? Lo que parecería probar que el intemperante es menos fácil de corregir y que el incontinente es más curable, es que éste, si tuviese en sí la razón que le hiciera conocer que obraba mal, no lo haría, mientras que el intemperante posee la razón que se lo advierte y, sin embargo, obra; por consiguiente, parece absolutamente incorregible. Desde otro punto de vista, ¿cuál es el más malo de los dos, el que nada bueno tiene absolutamente en sí, o el que une buenas cualidades a los vicios que señalamos? ¿No es evidente que es el incontinente, puesto que la facultad más preciosa que tiene en sí se encuentra profundamente viciada? El intemperante posee un bien admirable, que es la razón sana y recta, mientras que el incontinente no la tiene. La razón, por lo demás, puede decirse que es el principio de los vicios del uno y del otro. En el intemperante, el principio, que es la cosa verdaderamente capital, es todo lo que debe ser y está en excelente estado; pero en el incontinente este principio está alterado; y en este sentido, el incontinente está por bajo del intemperante.
Con estos vicios sucede lo que con aquel a que hemos dado nombre de brutalidad, el cual es preciso considerar, no en el bruto mismo, sino en el hombre. ¿Por qué este nombre de brutalidad está reservado a la última degradación del vicio? ¿Y por qué no se le puede estudiar en el bruto? Por la razón única de que el mal principio no está en el animal, puesto que sólo la razón es el principio. ¿Quién ha hecho más mal al mundo, un león o un Dionisio, un Fálaris, un Clearco o cualquier otro malvado? ¿No es claro que fueron estos monstruos? El principio malo, que esta en el ser, es de la mayor importancia para el mal que aquél hace, pero en el animal no hay un principio de esta clase. En el incontinente, por tanto, el principio es el malo, y en el momento mismo en que comete actos culpables, la razón, de acuerdo con su pasión, le dice que es preciso hacer lo que hace. Esto prueba que el principio que está en él no es sano, y en este concepto el intemperante podría aparecer por encima del disoluto.
Por lo demás, pueden distinguirse don especies de intemperancia. La una, que arrastra desde el primer momento, si que preceda premeditación, y que es instantánea; por ejemplo, cuando vemos una mujer hermosa y en el acto advertimos una impresión, como resultado de la cual surge en nosotros el deseo instintivo de cometer ciertos actos que quizá no deberían cometerse. La otra especie de intemperancia no es, en cierta manera, más que una debilidad, porque va acompañada de la razón que nos impide obrar. La primera especie no deberá considerársela muy digna de reprensión, porque puede producirse también en corazones virtuosos, es decir, en hombres ardientes y bien organizados. Pero la otra sólo se produce en los temperamentos fríos y melancólicos, y éstos son reprensibles. Añadamos que siempre se puede, si atendemos a la razón, llegar a no sentir nada en este caso, diciéndose a sí mismo que, si aparece una mujer hermosa, es preciso contenerse en su presencia. Si se sabe prevenir así todo peligro mediante la razón, el intemperante, arrastrado, quizá, por una impresión imprevista, no experimentará ni hará nada que sea vergonzoso. Pero cuando, a pesar de lo que aconseja la razón, enseñándonos que es preciso abstenerse de estos hechos, se deja uno ablandar y arrastrar por el placer, se hace el hombre mucho más culpable. El hombre virtuoso jamás se hará intemperante de esta manera, y la razón misma, adelantándose, no tendrá necesidad de curarle. La razón sola es su guía soberana; pero el intemperante no obedece a la razón, sino que, entregándose por entero al placer se deja ablandar y hasta enervar por ella.
Más arriba preguntamos si el prudente es templado; cuestión que podemos resolver ahora. Sí, el prudente es templado igualmente, porque el hombre templado no es sólo hombre que sabe con su razón domar las pasiones que siente, sino que es también el que sin experimentar estas pasiones, es capaz de vencerlas, si llegan a nacer en él. El prudente es el que no tiene malas pasiones y que posee, además, la recta razón para dominarlas. El templado es el que siente malas pasiones y sabe aplicar a ellas su recta razón; por consiguiente, el templado viene después del prudente, y es prudente también. El prudente es el que no siente nada; templado es el que siente y que domina, o puede dominar, en caso necesario, lo que experimenta. Nada de esto pasa con el prudente, y no deberá confundirse absolutamente el intemperante con él.
Otra cuestión: ¿El intemperante es incontinente? ¿El incontinente es intemperante? ¿O bien, lo uno no es consecuencia de lo otro? El intemperante, como ya hemos dicho, es aquel cuya razón combate las pasiones; pero el incontinente no está en este caso, porque es el que, al hacer el mal, tiene la aquiescencia de su razón. Y así, el incontinente no es como el intemperante, ni el intemperante como el incontinente. Hasta puede decirse que el incontinente está por bajo del intemperante, porque los vicios de naturaleza son más difíciles de curar que los que preceden del hábito, porque toda la fuerza del hábito se reduce a que las cosas en nosotros se conviertan en una segunda naturaleza. Y así, el incontinente es el que, por su propia naturaleza y por ser tal como es, se encuentra capaz de ser vicioso, y éste es el origen único de que se forme en él una razón mala y perversa. Pero el intemperante no es así, pues no porque él sea por naturaleza malo, su razón lo ha de ser también, porque sería ésta necesariamente mala si fuese él mismo, por naturaleza, lo que es el hombre vicioso. En una palabra, el intemperante es vicioso por hábito, y el incontinente lo es por naturaleza. El incontinente es más difícil de curar, porque un hábito puede ser substituido por otro hábito, mientras que nada puede suplantar a la naturaleza.
Pasemos ahora a la última cuestión. Puesto que el intemperante es tal que sabe lo que hace y no le engaña su razón, y como, por otra parte, el hombre prudente examina cada cosa con la recta razón, podemos preguntar: ¿el hombre prudente puede ser o no intemperante? Es posible esta duda en ciertas teorías, pero si nos atenemos a lo que precede, podremos concluir que el hombre prudente no es intemperante. Conforme a lo que hemos dicho, el hombre prudente no es sólo el que está dotado de una razón sana y recta, sino que, principalmente, sabe practicar y realizar lo que parece mejor a su razón ilustrada. Luego, si el hombre prudente hace las mejores cosas, evidentemente no puede ser intemperante. Pero el hombre hábil puede serlo, porque en lo que precede hemos separado la prudencia de la habilidad, cosas que encontramos muy diferentes. Se aplican ambas a los mismos objetos, pero la una sabe obrar y la otra no obra. Así, pues, el hombre hábil puede muy bien ser intemperante; porque puede no obrar en las mismas cosas en que es hábil; pero el hombre prudente jamás será intemperante.
CAPÍTULO IX: EL PLACER
Para completar todas las teorías precedentes, debemos tratar del placer, puesto que se trata de la felicidad, y todo el mundo está acorde en creer que la felicidad es el placer, y en que consiste en vivir de una manera agradable o, por lo menos, que sin el placer no hay felicidad posible. Los mismos que hacen la guerra al placer y que no quieren contarlo entre los bienes reconocen cuando menos, que la felicidad consiste en no tener pena, y no tener pena es estar a punto de tener placer. Es preciso, pues estudiar el placer, no sólo porque los demás filósofos creen que deben ocuparse de él, sino también porque, en cierta manera, es una felicidad que lo hagamos. En efecto, tratamos de la felicidad, que hemos definido diciendo que es el acto de la virtud en una vida perfecta; pero la virtud se refiere esencialmente al placer y al dolor, y, por consiguiente, es imprescindible hablar del placer, puesto que sin placer no hay felicidad.
Recordemos, ante todo, los argumentos de los que no quieren considerar el placer como un bien, ni elevarlo a este rango. Dicen, en primer lugar, que el placer es una generación, es decir, un hecho que deviene sin cesar, sin ser nunca; que una generación es siempre una cosa incompleta, y que al verdadero bien no debe rebajársele nunca al rango de cosa incompleta. En segundo lugar añaden que hay placeres malos y que el bien jamás puede estar en el mal. Además, observan que el placer está en todos los seres indistintamente, en el malo como en el bueno, en la bestia feroz como el animal doméstico, y que el bien no puede nunca tener que ver con los seres malos, ni es posible que sea común a tantas criaturas diferentes. Dicen también que el placer no es el fin supremo del hombre, y que el bien, por lo contrario, es este fin supremo. Por último, sostienen que el placer impide muchas veces cumplir con el deber y hacer el bien, y que lo que impide cumplir con el deber no puede ser el bien. Por último, sostienen que el placer impide muchas veces cumplir con el deber y hacer el bien, y que lo que impide cumplir con el deber no cumplir con el deber y hacer el bien, y que lo que impide cumplir con el deber no puede ser el bien.
Es preciso refutar, ante todo, la primera objeción que convierte el placer en una simple generación, y tratar de rechazar tal razonamiento haciendo ver que no es exactamente verdadero. En primer lugar, no todo placer es una generación. El placer que nace de la ciencia y de la contemplación intelectual no es una generación, como no lo es el que procede de los sentidos del oído y del olfato, porque en estos casos no nos viene el placer de satisfacer una necesidad, como sucede en otros muchos, por ejemplo, en los placeres de comer y beber, que pueden proceder, a la vez de la necesidad y del exceso, puesto que podemos gustar de ellos, ya satisfaciendo una necesidad, ya compensando un exceso anterior. En estas condiciones, confieso que el placer parece ser una especie de generación. Mas la necesidad es un dolor y el exceso también; luego, hay dolor allí donde hay generación de placer; pero, para gozar del placer de ver, oír y gustar, no hay necesidad de que haya habido un dolor anterior, porque puede uno complacerse en ver una cosa y disfrutar de un olor sin haber experimentado antes un dolor. La misma observación puede hacerse respecto al pensamiento que contempla las cosas, puesto que se puede tener placer en la reflexión, sin haber tenido antes un dolor que preceda y provoque este placer; y, por tanto, hay cierta especie de placer que no es una generación. Luego, sí, como pretendían los filósofos que hemos citado, el placer no es un bien porque es una generación, y si hay un placer que no es una generación, este placer podrá ser un bien.
Pero voy más adelante, y sostengo que, en general, no hay un solo placer que sea una generación. Los mismos placeres de comer y beber, a que se aludía antes, no son verdaderas generaciones, y los que creen que lo son están en un completo error, porque los filósofos partidarios de esta opinión creen que basta que el placer sea una consecuencia de la ingestión de los alimentos para que sea esto una generación verdadera, pero esto no es exacto. Hay en el alma cierta parte que nos hace experimentar placer cuando tomamos las cosas de que advertimos necesidad. Esta parte del alma obra entonces y se pone en movimiento, y este movimiento y este acto constituyen el placer que experimentamos. Pues bien, porque esta parte de nuestra alma obra en el instante mismo en que se toman las cosas destinadas a satisfacer la necesidad, y simplemente porque obra, los filósofos a quienes refutamos han concluido de aquí que el placer es una generación, sin tener en cuenta que los alimentos que se toman son perfectamente visibles, mientras que la parte del alma que procura el placer no lo es. Es absolutamente como si se creyese que el hombre es un cuerpo, mediante a que su cuerpo es material y sensible, y que su alma no lo es; y sin embargo el hombre es también un alma.
Hay en el alma una parte especial que nos hace experimentar placer, y que obra al mismo tiempo que tomamos las cosas que son propias para satisfacer nuestra necesidad; por consiguiente, se debe concluir de aquí que ningún placer es una generación. Pero se insiste aun y se dice: "El placer es un retroceso de la sensibilidad del ser a su propia naturaleza, porque hay placer para los seres cuando no están desviados de su estado natural, y, para un ser, satisfacer alguna necesidad de su naturaleza es volver a dicho estado". Pero, como acabamos de decir, se puede experimentar placer sin sentir necesidad. La necesidad siempre es una pena, y sostenemos que se puede tener placer sin pena y antes de la pena; de suerte que el placer, en nuestra opinión, no consiste, como se pretende, en aplicar una necesidad o cambiar una necesidad en satisfacción, porque no hay rastro de necesidad en los placeres que hemos citado más arriba. En resumen, si el placer no pudiera ser un bien únicamente porque ha de ser una generación, como ningún placer tiene semejante carácter, se puede afirmar que el placer es un bien.
Pero, en seguida, se dice que no todo placer es un bien indistintamente. He aquí cómo se puede explicar esto. Hemos sentado que el bien puede mostrarse en todas las categorías, en la de substancia, en la de relación, en la de cantidad, en la de tiempo y en todas en general. Esto es de toda evidencia, puesto que el placer acompaña siempre a los actos del bien, cualesquiera que ellos sean. Estando el bien en, todas las categorías, es necesario que el placer sea un bien, y como los bienes y el placer están en las categorías, y el placer va ligado a los bienes, se sigue que todo placer es bueno.
Pero una consecuencia no menos evidente que de esto se puede sacar es que los placeres son de diferentes especies, puesto que las categorías que encierran el placer son diferentes entre sí. No sucede con los placeres lo que con las ciencias; la gramática, por ejemplo, o cualquiera otra. Si Lampro posee la gramática, será gramático a causa de este mismo conocimiento de la gramática, como lo será absolutamente cualquier otro que la posea, puesto que no hay dos gramáticas diferentes, una para Lampro y otra para Ileo. Pero no sucede lo mismo con el placer, y así el placer que procede de la embriaguez y el que nace del amor no son idénticos, y he aquí por qué los placeres son de muchas especies diferentes.
Por otra parte, del hecho de que hay placeres malos, los filósofos de que hablamos deducen que el placer no es un bien. Pero esta condición y esta observación no tocan especialmente al placer, porque lo mismo se aplican a la naturaleza entera y a la ciencia. La naturaleza, a veces, también se nos muestra mala, como se ve en los insectos, la langosta y tantos animales inferiores; y, sin embargo, esto no basta para que se diga que la naturaleza es una cosa mala. Lo mismo sucede respecto a las ciencias, pues también las hay de escasa elevación; por ejemplo, todas las mecánicas, y, sin embargo no por esto la ciencia es mala. Todo lo contrario, la ciencia y la naturaleza son, generalmente, buenas, porque así como el mérito de un estatuario no debe graduarse por las obras que ha ejecutado mal, sino por las que ha hecho de una manera acabada y perfecta, en igual forma, ni la ciencia, ni la naturaleza, ni las cosas en general, deben apreciarse por los malos resultados que producen, sino por los buenos. Lo mismo que ellas, el placer es bueno generalmente, si bien no se nos oculta que hay placeres malos. La naturaleza de los seres animados es muy diversa; unos la tienen buena, y otros mala; por ejemplo, la del hombre es buena y la del lobo o de cualquier animal feroz es mala. También la naturaleza del caballo, la del hombre, la del asno y la del perro son esencialmente diferentes. Pero si el placer es un retroceso de un estado contra naturaleza al estado natural para un ser cualquiera, se sigue de aquí que lo que más agradará a una naturaleza mala será también un placer malo. El hombre y el caballo no tienen los mismos placeres, como sucede con los demás seres; y si las naturalezas son diferentes, no lo son menos los placeres. El placer es un retroceso, se decía, y este retroceso vuelve al ser a su naturaleza primitiva; por consiguiente, el estado ordinario de una mala naturaleza es un estado malo, lo mismo que el estado ordinario de una naturaleza buena es un estado bueno. Pero cuando se dice que el placer no es bueno sucede lo que con aquellos hombres que, no sabiendo con certeza lo que es el néctar, creen que los dioses beben vino porque, para ellos, el vino es la bebida más agradable. Esto es efecto de la ignorancia, y los que así piensan incurren en un error semejante al que sostienen los que dicen que todos los placeres son generaciones y que el placer no es un bien. Como no conocen más que los placeres del cuerpo, y ven que estos placeres son efectivamente generaciones, y no son buenos, infieren de aquí que el placer no es bueno de una manera general.
Pero el placer puede tener lugar ya en una naturaleza que se rehace, ya en una naturaleza acabada y completa; en una naturaleza que se rehace, por ejemplo, cuando resulta de la satisfacción de una necesidad; y en una naturaleza completa, cuando resulta de las sensaciones de la vista, del oído y otras análogas. Pero los actos de una naturaleza regular y completa son evidentemente superiores, porque los placeres, tómense en uno u otro sentido, son siempre actos, y de aquí concluyo sin vacilar que los placeres de la vista, los del oído y los de la inteligencia son los mejores, puesto que los del cuerpo no proceden sino de la satisfacción de nuestras necesidades.
Se dice también que el placer no es un bien, mediante a que lo que está en todos los seres y es común a todos no puede ser un bien. El placer, tomado en este sentido restringido, podría aplicarse con más exactitud al ambicioso y a la ambición, porque el ambicioso es el que quiere tenerlo todo para sí solo y, en este concepto, sobrepujar a los demás hombres. Luego, si el placer es verdaderamente el bien, debe ser en esta teoría algo análogo al egoísmo del ambicioso. Pero quizá sucede todo lo contrario, y acaso el placer debe parecer un bien precisamente por lo mismo que todos los seres del mundo lo desean. En toda la naturaleza no hay un ser que deje de desear el bien, y puesto que todos desean igualmente el placer, se sigue que el placer es generalmente bueno.
Se decía también, en un sentido opuesto, que el placer no es un bien, porque la mayoría de las veces es un obstáculo. Si el placer se considera como un obstáculo, esto nace de que no se le ha estudiado bien. El placer que resulta de una cosa que se ha hecho no es un obstáculo para hacer esta cosa. Pero confieso que otro placer distinto puede ser un obstáculo; por ejemplo, el placer que resulta de la embriaguez es posible que sea un obstáculo que impida obrar. Mas, desde este punto de vista, la ciencia también podrá ser un obstáculo a la ciencia, porque, si uno posee dos ciencias, no es posible que se ocupe en ambas en un solo y mismo momento. Pero ¿por qué la ciencia no ha de ser un bien, si produce el placer especial que de ella resulta? ¿Será en este caso un obstáculo? ¿O bien, lejos de serlo, obligará siempre a avanzar más y más? El placer que procede de la acción misma que se hace nos excita más a obrar; por ejemplo, obligará al hombre virtuoso a ejecutar actos de virtud y los ejecutará con el mismo encanto que la primera vez. ¿No será mucho más vivo aún el placer en el momento del acto que le acompaña? Cuando se obra con placer es uno virtuoso, y se cesa de serlo si sólo se hace el bien con dolor. El dolor no se encuentra más que en las cosas que se hacen por necesidad, y si se experimenta dolor al obrar bien es porque se ejecuta bajo el imperio de la necesidad. Pero desde el momento en que se obra por necesidad, ya no hay virtud. La razón es que no es posible practicar actos de virtud sin experimentar pena o placer; no hay otro remedio. ¿Y porqué? Porque la virtud supone siempre un sentimiento una pasión cualquiera; y la pasión no puede consistir más que en la pena o en el placer, porque no puede darse entre ambos; y así, la virtud va siempre acompañada de pena o de placer. Luego si, cuando se hace el bien se hace con dolor, no es uno virtuoso; y, por consiguiente, la virtud nunca va acompañada de dolor, y sino va acompañada de dolor, lo va siempre del placer. Por tanto, lejos de que el placer sea un obstáculo a la acción, es, por lo contrarío, una excitación a obrar, y, en general, la acción no puede producirse sin el placer, que es su consecuencia y resultado particular.
También se pretendía que nunca el conocimiento produce placer. Éste es un nuevo error, porque los operarios que preparan las comidas, las coronas de flores, perfumes, son agentes de placer. Es cierto que las ciencias no tienen ordinariamente por objeto y por fin el placer, pero obran siempre con el placer y nunca sin el placer. Por consiguiente, puede decirse que la ciencia produce, asimismo, el placer. También se objeta que el placer no es el bien supremo; pero si se diera ensanche a este razonamiento, se llegarían a suprimir una tras otra todas las demás virtudes. Así porque el valor no sea el bien supremo, ¿podrá decirse que el valor no es un bien? ¿No es esto absurdo? La misma respuesta puede darse respecto de todas las demás virtudes, y, por consiguiente, el placer no deja de ser un bien porque no sea el bien supremo.
Pasando a otro asunto, podría suscitarse sobre las virtudes la cuestión siguiente. La razón domina algunas veces las pasiones, como ya hemos dicho con relación a la templanza; otras, la embriaguez y las pasiones son las que dominan a la razón, como en el caso de la intemperancia que no sabe contenerse. Si pues que la parte irracional del alma, atacada por el vicio, puede sobrepujar a la razón, la cual permanece, por otra parte, en buen estado, y éste es el caso del intemperante, se puede preguntar si a su vez la razón, cuando llega a viciarse, puede dominar las pasiones que hayan alcanzado todo su desenvolvimiento regular y que tengan su virtud propia y especial. Si se admite como posible este trastorno de las cosas, resultará que se puede hacer de la virtud un uso detestable. Si sólo se tiene una razón mala y viciosa, desde el momento en que se use de la virtud, se usará mal de ella. Pero esto, a mi juicio, es un absurdo insostenible. Muy fácil nos será responder a esta cuestión y resolverla conforme a los principios que quedan expuesto más arriba sobre la virtud. Hemos dicho que la verdadera condición de la virtud consiste en que la razón bien organizada esté de acuerdo con las pasiones que conservan su virtud especial, y, recíprocamente, en que las pasiones estén de acuerdo con la razón. En esta feliz disposición la razón y las pasiones estarán en completa armonía; la razón mandará siempre lo mejor que puede hacerse, y las pasiones regularmente organizadas estarán siempre dispuestas a ejecutar, sin la menor dificultad, lo que la razón les ordena. Si la razón es viciosa y está mal dispuesta, y las pasiones, por su parte, son lo que deben ser, no habrá virtud, porque faltará la razón, y la verdadera virtud se compone de estos dos elementos. Por consiguiente, no será posible usar mal de la virtud, como se pretendía. Absolutamente hablando, no es la razón, como algunos filósofos pretenden, el principio y la guía de la virtud; lo son más bien las pasiones. Es preciso que la naturaleza ponga, ante todo, en nosotros una especie de fuerza irracional que nos arrastre hacia el bien, que es lo que sucede con las pasiones; después viene la razón, que da en último lugar su opinión y que juzga las cosas. Puede observarse esto mismo en los niños y en los seres que están privados de razón. Se observa en ellos arranques instintivos de las pasiones hacia el bien, sin ninguna intervención de la razón; más tarde la razón viene, y, dando su voto de aprobación en el sentido señalado por las pasiones, arrastra al ser a ejecutar definitivamente el bien. Pero si se parte de la razón como principio para ir al bien, sucede que las pasiones, que están las más veces en desacuerdo con ella, no la siguen, y hasta son contrarias a aquélla. De aquí concluyo que la pasión regular y bien organizada es el principio que nos conduce a la virtud más bien que la razón.
CAPÍTULO X: LA FORTUNA
Parece natural, después de todo lo que precede, hablar también de la fortuna, puesto que tratamos de la felicidad. Se cree muy generalmente que la vida dichosa es la vida afortunada, o, poco menos, que no hay vida dichosa sin fortuna. Quizá tengan razón los qué así piensan, porque sin los bienes exteriores, de que la fortuna dispone soberanamente, no es posible ser completamente dichoso. Y así será muy bueno hablar de la fortuna y explicar de una manera general qué es el hombre afortunado, bajo qué condiciones lo es, y qué bienes se requieren para serlo.
Se advierte en el primer momento cierto embarazo al abordar materia tan delicada. En efecto, no puede decirse que la fortuna se parezca a la naturaleza, porque ésta hace de la misma manera las cosas que produce siempre o por lo menos, en los más de los casos. Por lo contrario, la fortuna jamás hace las cosas de la misma manera, sino que las hace sin ningún orden y como mejor cuadra. He aquí por qué se dice que en las cosas de esta clase es en las que tiene lugar el azar o la fortuna. La fortuna no puede confundirse con la inteligencia, ni con la recta razón, porque en éstas reina la regularidad no menos que en la naturaleza; las cosas en ellas son eternamente las mismas, mientras que la fortuna y el azar no tienen aquí cabida. Y así, donde reinan más la razón y la inteligencia, allí es donde hay menos azar; y donde aparece más azar, hay menos inteligencia. Pero ¿la buena fortuna es resultado de la benevolencia o cuidado de los dioses, o es ésta una idea falsa? Dios es a nuestros ojos el dispensador soberano que reparte los bienes y los males según se merecen; pero la fortuna y todas las cosas que proceden de la fortuna sólo el azar las reparte; luego, si atribuimos a Dios este desorden, le supondremos un mal juez o, por lo menos, un juez muy poco equitativo, papel que no corresponde a la majestad divina.
Pero, fuera de las cosas que acabamos de indicar, no se sabe dónde colocar la fortuna; y, por consiguiente, debe ser, evidentemente, alguna de estas cosas. La inteligencia, la razón y la ciencia son, a mi juicio, absolutamente extrañas a aquélla. Por otra parte, no es posible que el cuidado y el favor de Dios sean el origen de la prosperidad y de la fortuna, puesto que muchas veces la obtienen también los malos, y no es probable que Dios se ocupe, de los malos con tanta solicitud. Queda sola la naturaleza, qué debe ser, a nuestro parecer, el origen más probable y más sencillo de la fortuna. La prosperidad y la fortuna consisten en cosas que no dependen de nosotros, de las que no somos dueños, y las cuales, no podemos hacer a nuestra voluntad. Jamás se dirá del hombre justo, que como justo ha sido favorecido por la fortuna, como no se dice tampoco del valiente ni del que es virtuoso en cualquier concepto, porque éstas son cosas que depende de nosotros el tenerlas o no tenerlas. Pero hay cosas a que podemos aplicar con más propiedad la palabra buena fortuna; y así decimos del hombre que tiene un nacimiento ilustre, y, en general, del que obtiene bienes que no dependen de él, que le ha favorecido, la fortuna.
Sin embargo, no es éste tampoco el caso en que puede decirse con propiedad que hay favor de la fortuna. Las palabras afortunado y dichoso pueden tomarse en muchos sentidos; por ejemplo, el que ha llegado a ejecutar un hecho bueno, haciendo todo lo contrario de lo que quería, puede pasar por un hombre dichoso, por un hombre favorecido por la fortuna. También puede llamarse dichoso al que, debiendo esperar con razón un daño de lo que hace, le ha resultado, sin embargo, un provecho. Así que debe entenderse que hay favor de la fortuna cuando se obtiene un bien con el que no se podía razonablemente contar, o que no se experimenta un mal que se debía razonablemente sufrir. Por lo demás, estas palabras, favor de la fortuna, deberán aplicarse más especialmente a la adquisición de un bien, porque obtener un bien es una felicidad en sí misma, mientras que no experimentar un mal sólo es una felicidad indirecta y accidental.
Así, pues, la prosperidad, la fortuna, es en cierta manera una naturaleza privada de razón. El hombre favorecido por la fortuna es el que, sin una razón suficientemente ilustrada, va en busca de los bienes y los encuentra. Su triunfo sólo puede atribuirse a la naturaleza, puesto que la naturaleza es la que ha colocado en nuestra alma esta fuerza ciega que nos lleva, sin la intervención de la razón, hacia todo lo que nos debe producir bien. Si se pregunta a un hombre afortunado: "¿Por qué tuvisteis por conveniente hacer lo que habéis hecho?", os responderá: "no lo sé, pero me ha convenido hacerlo". Esto es lo mismo que sucede a los que están poseídos de entusiasmo, los cuales, animados por el sentimiento que los domina y sin guiarse por la razón, se ven arrastrados a hacer lo que hacen.
Por lo demás, a la fortuna no podemos darle un nombre propio especial, por más que muchas veces le demos el de causa. Pero causa es una cosa distinta que el nombre que se la da. En efecto, la causa y aquello de que es causa son cosas muy distintas, y se puede también llamar a la fortuna una causa independientemente de esta fuerza completamente instintiva que nos hace adquirir los bienes que deseamos; por ejemplo, la causa es la que hace que no se sufra un mal en un caso determinado o que se reciba un bien en otro en que no debía esperarse. Y así, la fortuna, la prosperidad, comprendida de esta manera, es diferente de la otra en cuanto parece resultar sólo de una inversión de las cosas y que ella es una felicidad indirecta Y accidental. Pero si aun se quiere llamar a esto un favor de la fortuna, no se puede negar, sin embargo, que hay un elemento más especial de felicidad en esta otra fortuna, en la que el individuo lleva en sí mismo el principio de fuerza que le hace adquirir los bienes que él desea.
En resumen, corno no hay felicidad sin los bienes exteriores, y estos bienes sólo proceden del favor de la fortuna, como acabamos de decir, es preciso reconocer que la fortuna contribuye por su parte a la felicidad. He aquí lo que teníamos que decir de la fortuna y de la prosperidad.
CAPÍTULO XI: RESUMEN DE LAS TEORÍAS PARTICULARES SOBRE CADA UNA DE LAS VIRTUDES ESPECIALES
Después de haber hecho el análisis de cada virtud en particular, sólo nos resta resumir todos estos pormenores para presentar el retrato de la virtud en su conjunto y en su generalidad. No desaprobamos la expresión, compuesta de dos palabras en la lengua griega, mediante la que se designa el carácter de hombre completamente virtuoso: la honestidad unida a la bondad, a la belleza moral, porque se dice de un hombre que es honesto y bueno, para, expresar que es de una virtud completa. Por lo demás, esta expresión general, honesto y bueno, puede aplicarse a la virtud en todos sus matices, a la justicia, al valor, a la prudencia; en una palabra a todas las virtudes sin excepción. Pero dividiendo la palabra en los dos elementos de que está formada, diremos que hay cosas que son especialmente honestas, y otras que son especialmente buenas y bellas. Entre las cosas buenas, hay unas, que lo son de una manera absoluta, y otras que no lo son absolutamente. Las cosas honestas y bellas son, por ejemplo, las virtudes y todos los actos que la virtud inspira. Las cosas buenas, los bienes, son el poder, la riqueza, la gloria, los honores y las demás análogas. El hombre honesto y bueno es aquel que aspira a la adquisición de los bienes absolutos, y para quien las cosas absolutamente bellas son las bellas cosas que trata de ejecutar. Este es el hombre honesto y bueno; ésta es la belleza moral. Pero el hombre para quien los bienes absolutos no son bienes, no es honesto y bueno, en la misma forma que no está sano el hombre para quien las cosas sanas, absolutamente hablando, no son sanas. Si la fortuna y el poder, al caer en manos de un hombre, le sol dañosos, no debe desearlos, porque sólo debe desear los bienes que no pueden perjudicarle. Pero el hombre que está organizado de tal manera que hace bien en privarse de la posesión de algunos de estos bienes no es lo que llamamos honesto y bueno. Verdaderamente honesto y bueno sólo es aquel para quien todos los verdaderos bienes subsisten siéndolo, y que no se deja corromper por ellos, como los hombres se dejan corromper, las más de las veces, por la riqueza y el poder.
CAPÍTULO XII: NUEVO EXAMEN DE ALGUNAS DE LAS TEORÍAS ANTERIORMENTE EXPUESTAS
Ya hemos visto más arriba lo que es obrar conforme a las virtudes, pero esta teoría no ha sido suficientemente desenvuelta. En efecto, hemos dicho lo que es conducirse según la recta razón, pero no sabiendo exactamente lo que debe entenderse por esto, es posible que se pregunte qué significa conformarse con la recta tazón, y en qué consiste la recta razón que se recomienda.
Obrar según la recta razón es obrar de manera que la parte irracional del alma no impida a la parte racional realizar el acto que es propio de ella; entonces la acción que se ejecuta es conforme a la recta razón. Nosotros tenemos en el alma una parte que es menos buena y otra parte que es mejor. Ahora bien; la peor siempre está hecha en consideración a la mejor, como en la asociación del alma y del cuerpo, el cuerpo está hecho para el alma, y decimos que el cuerpo está en buen estado cuando no es un obstáculo para el alma, sino que por el contrario contribuye y concurre a la realización del acto que de ella es propio; porque lo peor, repito, está hecho en vista de lo mejor y está destinado a obrar de concierto con él. Así, pues, cuando las pasiones no impiden a la inteligencia realizar su función especial, las cosas se hacen entonces según la recta razón. "Sí, sin duda, eso es cierto," podrá decirse, "pero ¿cómo deben ser las pasiones para, que no sirvan de obstáculo al alma? ¿Y en qué momento se encuentran dispuestas de esta manera? He aquí lo que no sabemos". Confieso que este punto no es fácil de resolver; pero tampoco el médico llega a tanto. Cuando receta una tisana a un enfermo que tiene fiebre, y un discípulo le dice: "¿Cómo conoceré yo que un enfermo tiene fiebre? Cuando veáis que está pálido. -¿Y cómo veré que está pálido?" Comprendiendo, el médico, entonces, que no puede llevar más allá sus contestaciones, le responderá: "Si carecéis del sentimiento y de la percepción de estas cosas, no tengo nada que decir". El mismo diálogo, exactamente, puede aplicarse en una multitud de circunstancias semejantes, y absolutamente del mismo modo es como se puede adquirir el conocimiento de las pasiones; es preciso que cada uno contribuya, por su parte, a observarlas sintiéndolas. Otra cuestión se puede suscitar aún, y preguntar: "Pero, aun cuando yo supiera esto, ¿sería por eso dichoso?" Así se cree, generalmente, pero es un error. No hay ciencia alguna que dé al que la posee el uso y la práctica actual y efectiva de su objeto particular, sino que sólo le da la facultad de servirse de ella. Así, con aplicación a lo que se trata, la ciencia de estas cosas no da el uso de ellas, puesto que la felicidad, como ya hemos dicho, es un acto, y la ciencia sólo da la simple facultad; y la felicidad no consiste en conocer de qué elementos se compone, sino que consiste sólo en servirse de estos elementos.
El objeto de este tratado no es enseñar el uso y la práctica de estas cosas, y repito que ni ésta ni las demás ciencias dan el uso directo de las cosas; dan, tan sólo, la facultad de usar de ellas.
CAPÍTULO XIII: LA AMISTAD
Además de todas las teorías precedentes, y para completarlas es indispensable hablar de la amistad, diciendo lo que es, en qué consiste y a qué se aplica. Viendo como vemos que es cosa que se puede sentir durante toda la vida, que puede subsistir en todo tiempo y que es siempre un bien, es preciso considerarla como una cosa ajena a la felicidad.
Será, quizá, lo mejor que indiquemos ante todo las cuestiones que surgen y las indagaciones que pueden hacerse a propósito de la amistad. He aquí la primera cuestión: ¿la amistad existe sólo entre seres semejantes, como sucede al parecer y como suele decirse comúnmente? "El grajo, según el proverbio, busca el grajo, su igual.”
"Y lo que se asemeja, un Dios lo junta siempre".
También se cita a este propósito una respuesta de Empédocles, con motivo de una perra que iba a dormir siempre sobre el mismo ladrillo: "¿Por qué, se preguntaba, esta perra va siempre a dormir sobre este ladrillo? Es porque esta perra tiene alguna semejanza con el color de ese ladrillo", queriendo indicar con esto que el hábito de este animal sólo procedía de la semejanza.
Otros sostienen, por lo contrario, que la amistad se forma principalmente entre seres contrarios; y así dicen que la tierra ama la lluvia, cuando el suelo está seco, y que lo contrario desea ser amigo de lo contrario. La amistad, añaden, no puede tener lugar entre semejantes porque lo semejante, evidentemente, no tiene necesidad de su semejante; y como éste se hacen otros razonamientos análogos, que paso en silencio.
He aquí otra cuestión: ¿es difícil o fácil que dos se hagan amigos? Los aduladores, que tan presto se familiarizan, no son amigos; sólo tienen apariencia de tales. Se pregunta, también, si el hombre virtuoso puede ser amigo del malo, puesto que la amistad sólo puede fundarse en una sólida confianza, que jamás inspira el hombre malo. ¿Y el malo puede ser amigo del hombre malo, o esta relación es también imposible?
Para responder a estas cuestiones es bueno precisar ante todo de qué amistad queremos hablar. Y así, a veces nos imaginamos que puede haber amistad, ya respecto de Dios, ya respecto de las cosas inanimadas; lo cual es un error. En nuestra opinión, sólo cabe verdadera amistad donde hay reciprocidad de afectos. Pero la amistad, el amor a Dios, no admite reciprocidad, y la amistad imposible. ¿No sería el colmo del absurdo decir que se ama a Júpiter? Tampoco puede haber reciprocidad de amistad con las cosas inanimadas, y si se dice que se aman ciertas cosas inanimadas, se ama el vino, por ejemplo, o cualquiera otra cosa de este género. Por lo tanto, no es objeto de nuestro estudio la amistad o el amor de Dios, ni la amistad y el amor respecto de las cosas inanimadas; sólo estudiamos la amistad posible entre los seres animados, y no todos, sino únicamente los que pueden corresponder a la afección que se les muestra. Si se quisiera llevar más adelante el análisis e indagar cuál es el verdadero objeto del amor, podríamos decir, desde luego, que no es otra cosa que el bien. Es cierto que el objeto amado y el objeto que debería amarse son algunas veces muy diferentes, como lo son la cosa que se quiere y la que se debería querer. La cosa que se quiere de una manera absoluta es el bien; la que cada uno debe querer es lo es bueno para él en particular. En igual forma, la cosa que se ama es el bien, absolutamente hablando; la que se debe amar es la que es un bien para uno personalmente. Por consiguiente, amado es igualmente el objeto que se debe amar, pero el objeto que se debe amar no es siempre el objeto que se ama.
Esto es precisamente lo que motiva la cuestión sobre si el hombre de bien puede ser o no amigo del hombre malo. El bien individual está en cierta manera ligado al bien absoluto, lo mismo que el objeto que debe ser amado está ligado al objeto que se ama; y el resultado y la consecuencia del bien es lo agradable y útil. Ahora bien, la amistad existe entre los hombres de bien, cuando se tienen una mutua afección.
Se aman entre sí en cuanto pueden amarse, y pueden amarse en cuanto son buenos. Y así puede decirse que el hombre de bien no será amigo del hombre malo. Sin embargo lo será, porque siendo lo útil y lo agradable un resultado del bien, el hombre malo, si es agradable, es amigo en tanto que agradable, y si es útil, es igualmente amigo en tanto es útil. Pero convengo en que una amistad de esta clase no descansará en los verdaderos motivos que deben obligar a amar, porque sólo el bien es digno de ser amado, y el hombre malo, haga lo que quiera, no es verdaderamente digno de ser amado. Este mismo sólo es amado en el sentido en que puede serlo, porque estas amistades, que sólo descansan en lo agradable y lo útil, están muy distantes de la amistad perfecta, es decir, de la que nos une a los hombres de bien. El hombre que sólo ama en vista de lo agradable no siente esta amistad que inspira el bien, así como tampoco el que sólo ama en vista de lo útil. Por lo tanto, es preciso decir que estas tres clases de amistad, que se refieren al bien, a lo agradable, a lo útil, si bien no son idénticas, no están tan distantes entre sí como podría creerse. Dependen todas tres, en cierta manera, de un mismo principio. Es como decimos, empleando una sola y misma palabra, de la lanceta que es medicinal, de un hombre que es medicinal y de la ciencia que es medicinal. Estas, expresiones, según se ve, no se toman en el mismo sentido; la lanceta, en tanto que es un instrumento útil a la medicina, se llama medicinal; el hombre, en tanto que da la salud, se le puede llamar medicinal o médico; en fin, la ciencia se llama medicinal, porque es la causa y el principio de todo lo demás. En igual forma aquellas relaciones, diferentes como son, se las llama amistades: la de los buenos que se contrae bajo la influencia del bien, la que nace bajo el influjo de lo agradable, y lo mismo la que procede de lo útil. No se las llama con un mismo nombre, ni son tampoco idénticas, pero afectan casi a las mismas cosas y tienen, un mismo origen.
Si se dice: "pero el que sólo es amigo en vista de lo agradable, y no es verdaderamente amigo de su pretendido amigo, puesto que no lo es por la sola influencia del bien"; responderé: este hombre se encamina hacia la amistad propia de los hombres de lo bueno, bien, que se compone a la vez de todos estos elementos, lo agradable y lo útil; no es aún amigo según esta amistad, sino que sólo lo es según la del placer y del interés.
Otra cuestión: ¿el hombre virtuoso será o no amigo del hombre virtuoso? Se responde negativamente, porque se dice que lo semejante no tiene necesidad de su semejante. Pero este argumento solo afecta a la amistad por interés, a la amistad que se funda en lo útil, porque los que se buscan sólo porque se necesitan están unidos por una amistad que se funda sólo en la utilidad. Pero la definición que hemos dado de la amistad por interés es muy distinta de la amistad por virtud o por placer. Los corazones que están unidos por la virtud son más amigos que todos los demás, porque tienen a la vez todos los bienes: lo bueno lo agradable y lo útil.
Pero, se decía antes, el hombre de bien, si es amigo del hombre de bien, puede serlo también del hombre malo. Sí, en tanto que el malo sea agradable, el malo es su amigo. Y se añadía: el malo puede ser también amigo del malo; sí, en tanto que encuentran utilidad en esta relación, los malos son a en sí.
Se ve, en efecto, que muchos hombres son amigos por utilidad que esto les proporciona, porque tienen el mismo interés y nada impide que un mismo interés aproxime a los hombres malos, sin dejar de ser malos. Pero la amistad sólidamente establecida, más durable y más bella que todas las demás, es la que une a los hombres virtuosos, Y es muy natural que así suceda, puesto que se aplica a la virtud y al bien. La virtud, que engendra esta amistad, es inquebrantable, y, por consiguiente, esta noble amistad, que aquella produce, debe ser inquebrantable como ella. Lo útil, por lo contrario, jamás es lo mismo, y he aquí por qué la amistad que sé funda en lo útil nunca es estable, y se hunde con la utilidad que la ha hecho nacer. Otro tanto Podría decirse de la amistad formada por el placer. Así, pues, la amistad que une los corazones nobles es la que se forma mediante la virtud; la amistad del vulgo sólo procede del interés; y, en fin, la del placer es la amistad de los hombres groseros y despreciables.
Aveces nos indigna y nos llena de asombro encontrar malos amigos. Sin embargo, no hay en esto nada que deba sublevar la razón. Cuando la amistad no tiene otro principio que el placer o la utilidad, tan pronto como estos motivos desaparecen, la amistad no debe sobrevivirlos. Muchas veces, la amistad subsiste a pesar de estas decepciones; pero el amigo se ha conducido mal, y hasta se irrita uno contra él. Su conducta, sin embargo, no es tan irracional como se supone; pues que, no estando uno ligado con él por la virtud, no debe extrañarse que haga cosas que no sean conformes a la virtud misma. La indignación que se siente no está justificada, pues no habiendo contraído en el fondo más que una amistad de placer, no hay motivo para imaginar que debería haber una amistad de virtud. Esto es imposible, porque a la amistad de placer o de interés importa muy poco la virtud. Uno, está ligado a otro por el placer, quiere encontrar la virtud y se engaña. La virtud no sigue al placer ni al interés, mientras que ambos siguen a la virtud. Se incurre en un grave error cuando se cree que los hombres de bien son muy agradables los unos a los otros. Los malos, como dice Eurípides, gustan los unos de los otros.
"El malo siempre busca al malo".
Pero, repito, la virtud no sigue al placer; es el placer, por lo contrario, el que sigue a la virtud.
¿El placer es o no un elemento necesario, además de la virtud, en la amistad de los hombres de bien? Sería un absurdo pretender que no es necesario que exista placer en tales relaciones. Si quitáis a los hombres de bien esta ventaja de complacerse y de ser agradables los unos a los otros, se verán forzados a buscar otros amigos que lo sean mas, para unirse y vivir con ellos, porque en la intimidad de la vida común nada hay más esencial que el complacerse mutuamente. Sería un absurdo creer que los buenos no son tan capaces como cualquiera otro de vivir en intimidad con los demás, y como no puede menos de haber placer en esta intimidad, debemos concluir que los hombres de bien, más que nadie, son agradables los unos a los otros.
Hemos visto que las amistades son de tres especies, y se ha suscitado la cuestión de si en cada una de ellas consiste la amistad en la igualdad o en la desigualdad. A nuestro parecer, puede consistir en una y otra a la vez. La amistad de los buenos o la amistad perfecta se produce por la semejanza; la amistad de interés descansa, por lo contrario, en la desemejanza; el pobre es amigo del rico, porque tiene necesidad de los bienes en que el rico abunda; y el malo se hace amigo del bueno por la misma razón, pues faltándole la virtud, se hace amigo del hombre en quien espera encontrarla. Y así la amistad por interés se produce en seres desemejantes, y podría aplicarse a ella el verso de Eurípides: "La tierra ama la lluvia cuando todo en ella está seco", y podría decirse que la amistad fundada en el interés se produce entre seres contrarios precisamente a causa de su misma desemejanza. Porque si se toman por ejemplo las cosas más opuestas, el agua y el fuego, puede afirmarse que son útiles la una a la otra. El fuego perece y se extingue, si no tiene la humedad que le proporcione en cierta manera su alimento, siempre que sea en una cantidad tal que pueda absorberla. Si predomina la humedad, ésta mata al fuego, mientras que, si no excede de la cantidad conveniente, sirve para mantenerlo. Es, pues, evidente que, hasta en los seres más contrarios, la amistad puede formarse mediante la utilidad que se prestan los unos a los otros. Todas las amistades, ya nazcan de la igualdad o de la desigualdad, pueden reducirse a las tres especies ya indicadas. Pero en todas estas relaciones puede sobrevenir desacuerdo entre los amigos, si no son iguales en el afecto que se profesan, en los servicios recíprocos que se prestan, en los sacrificios que mutuamente hacen y en todas las demás relaciones análogas. Cuando uno de los dos hace las cosas con ardor y el otro con negligencia, se originan cargos y acusaciones con motivo de esta falta de cuidado y de este olvido. Sin embargo, no es en aquellas uniones, en que la amistad tiene por una y otra parte el mismo objeto, quiero decir, aquellas en que los dos amigos están ligados por interés, o por placer, o por virtud, en las que esta falta de afección de parte de uno de ellos se deja claramente ver. Si me hacéis menos bien que el que yo mismo os hago, no dudo en creer que debo redoblar la afección hacía vos para atraeros. Pero las dimensiones son más frecuentes y más sensibles en aquella amistad en que no están ligados los amigos por el mismo motivo, porque en este caso no se aprecia muy claramente de qué lado está la razón. Por ejemplo, si uno se ha unido por placer y otro por interés, puede haber gran dificultad en discernir quién es el culpable. Aquel de los dos que da la preferencia a lo útil no cree que el placer que se le proporciona, sea equivalente a la utilidad que se prometía; y por su parte el otro, que da la preferencia al placer, no cree recibir una compensación suficiente del placer, que es lo que él busca, en los servicios que se le prestan. Y he aquí por qué en las amistades de este género se producen tales desavenencias.
En cuanto a las relaciones desiguales, los que superan por sus riquezas, o por cualquiera otra circunstancia análoga, se imaginan que no tienen obligación de amar, y que por lo contrario deben ser amados por sus amigos que son mas pobres que ellos. Sin embargo, amar vale más que ser amado, porque amar es un acto de placer y un bien, mientras que, por mucho que uno sea amado, no resulta de esto ningún acto de parte del ser amado. Esto es a la manera que vale más conocer que ser conocido; ser conocido, ser amado, lo mismo puede decirse de los seres inanimados, mientras que conocer y amar pertenece exclusivamente a los seres animados. Hacer bien vale más que no hacerle; el que ama hace el bien en el hecho mismo de amar; el que es amado, en el hecho mismo de ser amado no hace nada. En general los hombres, por una especie de ambición, quieren más ser amados que amar, porque en cierta manera es una situación más ventajosa la del que es amado. El que es amado siempre tiene superioridad sobre el otro, Vi por el placer que proporciona, ya por su riqueza, ya por su virtud, y el ambicioso lo que quiere es la superioridad. Ahora bien, los que presumen esta superioridad creen que no deben amar, y que en el hecho mismo de ser superiores, compensan con esta cualidad a los que los aman; y como éstos son inferiores a ellos, suponen que deben ser amados y no amar. Por lo contrario, el que tiene necesidad y ha menester de fortuna, o de placer, o de virtud, admira al que le lleva todas estas ventajas, y le ama por las cosas que obtiene o espera obtener de él.
También puede decirse que todas estas amistades nacen de la simpatía, en el sentido de que uno se siente benévolo para con otro y se desea para él el bien. Pero la amistad, que se forma así, no reúne siempre todas las condiciones que se requieren, y muchas veces, queriendo bien a uno, se desea sin embargo vivir con otro. ¿Son éstas, por lo demás, las afecciones y los sentimientos de la amistad ordinaria o sólo están reservadas a la amistad completa que se funda en la virtud? Todas las condiciones se encuentran reunidas en esta noble amistad. En primer lugar no se desea, vivir con otro amigo que no sea éste, puesto que lo útil, lo agradable y la virtud se encuentran reunidos en el hombre de bien. Además, queremos el bien para él, con preferencia a cualquiera otro, y deseamos vivir y vivir dichosos con él más que con ningún otro hombre.
Con motivo de lo que va dicho puede suscitarse la cuestión de si es o no posible que uno se tenga amistad a sí mismo. La dejaremos aparte por el momento, y más tarde volveremos a ella. Todo lo queremos para nosotros, y desde luego queremos vivir con nosotros mismos, lo cual puede ¿decirse que es una necesidad de nuestra naturaleza; y no podemos desear con mayor ardor la felicidad, la vida y la buena suerte para ningún otro con preferencia a nosotros mismos. Por otra parte, simpatizamos principalmente con nuestros propios sufrimientos. El menor contratiempo, el más pequeño accidente de esta clase, nos arranca en el momento gritos de dolor. Todos estos motivos podrían hacernos creer que es posible la amistad para con uno mismo. Por lo demás, todas estas expresiones, simpatía, benevolencia y otras de la misma clase, sólo tienen sentido si se las refiere, ya a la amistad que sentimos para con nosotros mismos, ya a la amistad perfecta, porque todos estos caracteres se encuentran igualmente en las dos. Vivir juntos, desearse una larga existencia y una existencia dichosa, son cosas que se encuentran igualmente en la una y en la otra.
Podría creerse, igualmente, que la amistad debe encontrarse donde quiera que se encuentran el derecho y la justicia, y que tantas cuantas especies haya de justicia y de derechos, otras tantas debe de haber de amistad. Y así habría una justicia y un derecho para el extranjero respecto del ciudadano que lo hospeda, para el esclavo respecto de su dueño, para el ciudadano respecto del ciudadano, para el hijo respecto del padre, para el marido de la mujer; asociaciones o amistades a que se reducen en el fondo todas las demás que pueden imaginarse. Añadamos que la más sólida de las amistades es la que contraen los huéspedes por que no puede haber entre ellos un objeto común que provoque rivalidades como puede suceder entre los ciudadanos; pues cuando luchan unos con otros para saber quienes han de quedar encima, es imposible que permanezcan por mucho tiempo amigos.
Ahora podemos tocar la cuestión de si es o no posible que uno se tenga amistad a sí mismo. Evidentemente, como ya dijimos poco antes, la amistad se reconoce en los pormenores cuyo con conjunto la constituyen; y bien, tratándose de nosotros mismos, podemos mostrarla mejor en los más minuciosos detalles. Para nosotros mismos, principalmente, podemos querer el bien, desear una larga vida, y una vida dichosa; nos somos simpáticos sobre todo a nosotros mismos, y sobre todo queremos vivir con nosotros mismos. Por consiguiente, si la amistad se reconoce mediante todas estas señales, y si efectivamente queremos para nosotros todas estas condiciones particulares de la amistad, evidentemente debe concluirse de aquí que es posible tener amistad para sí mismo, así como hemos dicho que es posible ser injusto consigo mismo. Pero como en la injusticia hay siempre dos individuos, uno que la comete y otro que la padece, y uno mismo es siempre necesariamente uno solo, por este motivo parecía que no podía darse la injusticia de uno para consigo mismo. La hay, sin embargo, como lo hemos hecho ver al analizar las diversas partes del alma, pues que hemos demostrado que la injusticia, la para consigo mismo puede tener lugar cuando las diferentes partes del alma no están de acuerdo entre sí. Una explicación análoga podría aplicarse a la amistad para consigo mismo. En efecto, como ya hemos indicado, cuando queremos expresar a uno de nuestros amigos que es nuestro amigo íntimo, decimos: "mi alma y la tuya no forman más que una" y puesto que el alma tiene muchas partes, sólo será una cuando la razón y las pasiones que la llenan estén en completo acuerdo. Gracias a esta armonía, el alma será una realmente; y cuando el alma haya llegado a esta profunda unidad, será cuando pueda existir la amistad para uno mismo Por lo menos clase de amistad reinará en el hombre virtuoso, porque sólo en él las diversas partes del alma están de acuerdo y no se dividen, mientras que el hombre malo jamás es amigo de sí mismo, y sin cesar se, combate a si propio. Y así el intemperante, cuando ha cometido alguna falta, arrastrado por el placer, no tarda en arrepentirse y maldecirse a sí mismo; todos los demás vicios turban igualmente el corazón del hombre malo, y él es siempre su primer adversario y su propio enemigo.
CAPÍTULO XIV: LOS LAZOS DE LA SANGRE, LA BENEVOLENCIA Y LA CONCORDIA
Es muy posible que la amistad exista en la igualdad lo mismo que en la desigualdad; me refiero, por ejemplo, a esta relación en que dos compañeros de edad aparecen iguales por el número y el valor de los bienes con que cuentan. El uno no merece tener más que el otro, ni por el número de sus condiciones, ni por importancia o magnitud de las mismas; su parte debe ser perfectamente igual, y los compañeros quieren ser siempre iguales en todos conceptos.
Pero hay una amistad, una relación, en la desigualdad, que es la que une al padre con el hijo, al soberano con el súbdito, al superior con el inferior, al marido con la mujer y, en general, que existe respecto de todos los seres entre quienes se da relación de superior a subordinado. Por lo demás, esta amistad en la desigualdad es en estos casos completamente conforme a la razón. Si hay algún bien que repartir, no se dará una parte, igual al mejor y al peor, sino que se dará siempre más al ser superior.
Esto es lo que se llama igualdad de relación, igualdad proporcional, porque el inferior, recibiendo una parte menos buena, es igual, puede decirse, al superior que recibe una mejor que la de aquel .
De todas las especies de amistad o de amor de que se ha hablado hasta ahora, la más tierna es la que resulta de los lazos de la sangre, particularmente el amor del padre para el hijo. Mas ¿por qué padre ama al hijo más que el hijo al padre? ¿Es acaso, como se ha dicho, no sin razón a juicio del vulgo, porque el padre ha prestado en cierta manera servicios a su hijo y el hijo le debe reconocimiento por los beneficios que de él ha recibido? La explicación de esta diferencia de afecto podría encontrarse en lo que hemos dicho de la amistad por interés; y lo que según nosotros acontece con las ciencias, podría muy bien reproducirse aquí. Quiero decir que hay ciencias, por ejemplo, en las que el fin y el acto son una sola y misma cosa, no habiendo fin fuera del acto mismo. Y así, para el tocador de flauta el acto y el fin son idénticos, porque tocar la flauta, para él es el acto que ejecuta y el fin que se propone. Pero no sucede lo mismo en la ciencia de la arquitectura, porque el fin difiere del acto. En igual forma, la amistad es una especie de acto; para ella no hay otro fin que el acto mismo de amar, y la amistad es precisamente este fin. El padre, pues, en cierta manera, obra más en punto a amar, porque el hijo es obra suya. Esto es lo mismo que se observa en otras muchas cosa; siempre es uno benévolo con la obra que uno mismo ha ejecutado. El padre puede decirse que es benévolo con un hijo, que es obra suya, y su cariño es sostenido a la vez por el recuerdo y por la esperanza, y he aquí por qué el padre ama más a su hijo que el hijo al padre.
Es preciso examinar todas las demás amistades, que se honran con este nombre y que al parecer lo merecen, para ver si son verdaderas amistades; por ejemplo, si la benevolencia, que parece ser también amistad, lo es realmente. Absolutamente hablando, la benevolencia no debería ser considerada como amistad. Muchas veces nos basta haber visto a alguno o haber oído referir alguna bondad suya, para ser benévolo con él. ¿Somos por esto sus amigos? Si alguno, como puede bien suceder, se siente benévolo para con Darío, que vive entre los persas, no por sólo esto puede decirse que en el mismo acto dispensa su amistad. Todo lo que puede decirse es que la benevolencia a veces es el comienzo de la amistad. La benevolencia puede convertirse en verdadera amistad, si se tiene además el deseo de hacer todo el bien que se pueda, cuando llegue la ocasión, a aquel que inspira esta benevolencia espontánea. La benevolencia nace del corazón y se dirige al corazón de un ser moral. Jamás se dirá que es uno benévolo para el vino o cualquiera otra cosa inanimada, por buena y agradable que sea. Pero hay benevolencia para aquel en quien se reconoce un corazón honrado. Como la benevolencia no existe sin algo de amistad y se aplica al mismo ser, por esto se le toma muchas veces por una amistad verdadera.
La concordia, el acuerdo de sentimientos, se aproxima mucho a la amistad, si se toma el término concordia en su verdadero sentido.
¿Porque uno admita las mismas hipótesis que Empédocles y crea respecto de los elementos de la naturaleza lo que él cree, puede decirse por esto que hay concordia entre aquél y Empédocles? Y lo mismo puede decirse de cualquiera otra suposición que se haga. Desde luego no hay concordia en las cosas del pensamiento, sólo las hay en las cosas que tocan a la acción; y aun éstas no hay concordia en tanto que se está de acuerdo en pensar una misma cosa, sino en tanto que, pensando la misma cosa, se toma la misma resolución sobre las cosas en que se piensa. Si por ejemplo, dos personas piensan a la vez en poseer el poder, la una para sí sola y la otra también para sí sola, ¿puede decirse, en este caso, que hay concordia entre estas dos personas? Sólo hay concordia si yo quiero mandar y el otro consiente en que Io mande. Por lo tanto, la concordia tiene lugar en las cosas de hacer, cuando ambos interesados quieren la misma cosa; y la concordia, propiamente dicha, se aplica al consentimiento en que se nombre un mismo jefe para llevar a cabo una cosa que todos quieren realizar.
CAPÍTULO XV: EL EGOÍSMO
Como el individuo puede sentir, según hemos demostrado, afecto y amistad por sí mismo, se ha preguntado lo siguiente: el hombre virtuoso, ¿se amará o no a sí mismo? ¿Será egoísta? El egoísta es el que lo hace todo en consideración a sí mismo, en las cosas que le pueden ser útiles. El malo es egoísta, porque todo lo hace absolutamente para sí mismo. Pero el hombre honrado, el hombre de bien, no puede ser egoísta, pues precisamente es hombre de bien porque obra en interés de los demás, y por tanto no puede tener egoísmos. Pero todos los hombres se precipitan hacia el bien que desean, y no hay uno que no crea que a él tocan en primer lugar tales bienes. Esto se ve con plena evidencia con respeto a la riqueza y al poder. Pero el hombre de bien se alejará dé, estos, bienes para dejarlos a otro, no porque crea que no le corresponden, sino porque se retira tan pronto como ve que otros podrán hacer de ellos mejor uso que él mismo haría. En cuanto al resto de las hombres, son incapaces de este sacrificio: primero, por ignorancia, porque no creen que puedan emplear mal estos bienes que codician; y en segundo lugar, por ambición de dominar. Con respecto al hombre de bien, como no experimenta ninguno de estos deseos, no será egoísta tocante a esta clase de bienes. Si lo es por casualidad, lo será solamente en punto a virtud y a bellas acciones. He aquí lo único en que no cedería jamás a nadie, pero cederá sin dificultad al que quiere las cosas que sólo son útiles y agradables. Será, pues, egoísta guardando exclusivamente para sí todos los actos de la virtud; pero será absolutamente extraño a ese egoísmo que va unido a las cosas agradables o útiles; este egoísmo queda reservado para el hombre malo.
CAPÍTULO XVI: EL EGOÍSMO DEL HOMBRE DE BIEN
¿El hombre virtuoso deberá amarse a sí mismo por encima de todas las cosas? En un sentido, será él mismo lo que más ame, y en otro sentido no lo será. Puede recordarse lo que acabamos de decir; a saber, que el hombre de bien cederá siempre a su amigo los bienes que sólo son útiles, y desde este punto de vista amará a su amigo más que se ama a sí mismo. Sí, ciertamente, pero se entiende que hace estas concesiones a condición de que al ceder a su amigo los bienes vulgares, guardará para sí la belleza y la bondad. Y así en este sentido ama más a su amigo, pero en un sentido diferente él se ama sobre todo a sí mismo. Prefiere a su amigo, cuando sólo se trata de lo útil; pero se prefiere sobre todo a sí mismo, cuando se trata del bien y de lo bello, y se atribuye exclusivamente estas cosas, que son las más hermosas de todo. Es amigo del bien mucho más que amigo de sí mismo, y no se ama personalmente, sino porque es bueno. En cuanto al hombre malo, es puramente egoísta; no tiene motivo para amarse a sí mismo; por ejemplo, no puede amarse como una cosa buena; pero sin ninguna de estas condiciones se ama a sí mismo en tanto que él es él, y podemos decir que esto es ser un verdadero egoísta.
CAPÍTULO XVII: LA INDEPENDENCIA
Después de lo que precede es natural hablar de la independencia, que se basta completamente a sí misma, y del hombre independiente. ¿El hombre independiente tiene necesidad de la amistad? ¿O bien permanecerá independiente, y se bastará a sí mismo, aun respecto de estas dulces afecciones, pasando sin ellas? Los poetas, al parecer así lo dicen:
Cuando el cielo os sostiene, ¿qué necesidad tenéis de amigos?, De aquí nace la cuestión que se acaba de promover: el que tiene todos los bienes en abundancia y se basta a sí mismo completamente, ¿tiene necesidad de un amigo? ¿O más bien es entonces cuando se deben tener amigos? ¿A quien hará sino bien? ¿Con quién vivirá, puesto que en verdad no ha de vivir completamente solo? Pero si hay necesidad de estas afecciones, y si no son posibles sin la amistad, el hombre independiente, aun bastándose a sí mismo, tiene todavía necesidad de amar. La comparación que se ha tomado de la divinidad, y que se repite muchas veces no es siempre muy justa en cuanto a Dios, ni de muy útil aplicación en cuanto a nosotros. De que Dios sea independiente y no tenga necesidad de cosa alguna, no se deduce que nosotros no necesitemos de nada. He aquí el razonamiento que se hace más de una vez sobre Dios. Si Dios, se dice, posee todos los bienes y es soberanamente independiente, ¿qué hará? Seguramente no dominará; contemplará las cosas, se responde, porque la contemplación es lo más elevado que existe y lo más propio de la naturaleza divina. Pero, pregunto, ¿qué podrá contemplar? Si contempla alguna cosa que no sea él mismo, esta cosa será mejor que él; pero es una impiedad absurda creer que haya en el universo algo superior a Dios; luego Dios se contemplará a sí mismo. Pero esto no es menos absurdo, porque echamos en cara al hombre que se contempla a sí mismo la impasibilidad a que se condena; y por consiguiente, se dice, el Dios que se contempla a sí mismo es un Dios absurdo.
Dejemos aparte la cuestión de saber lo que Dios contempla. Aquí nos ocupamos, no de la independencia de Dios, sino de la independencia del hombre, y preguntamos otra vez si el hombre que en su independencia se basta a sí mismo tendrá necesidad de la amistad. Si uno estudia a su amigo y se pregunta lo que es, lo que es verdaderamente el amigo, se dirá: "Mi amigo es otro yo"; y para expresar que se le ama con ardor, se repetirá con el proverbio: "Es otro Hércules; es otro yo". Nada más difícil como han dicho algunos sabios, y al mismo tiempo más dulce que el conocerse a sí mismo, porque ¡que encanto hay en conocerse! Pero no podemos vernos partiendo de nosotros mismos, y lo que prueba bien nuestra completa impotencia a este respecto es que reprobamos muchas veces en los demás lo que hacemos nosotros personalmente. Nuestro error nace, ya de la benevolencia natural que siempre se tiene para consigo mismo, ya de la pasión que nos ciega; y en los más de nosotros esto es lo que oscurece y falsea nuestro juicio. Así como cuando queremos ver nuestro propio semblante nos miramos en un espejo, así cuando queremos conocernos sinceramente, es preciso mirar a nuestro amigo, en el cual podemos vernos perfectamente, porque mi amigo, repito, es otro yo. Si es tan grato conocerse a sí mismo, y si no se puede con esto sin otro, que sea vuestro amigo, el hombre independiente tendrá cuando menos necesidad de la amistad para conocerse a sí mismo. Además, si es una cosa hermosa, como en efecto lo es, derramar en tomo suyo los bienes de la fortuna que se poseen, se puede preguntar: careciendo de amigo, ¿a quién podrá el hombre independiente hacer bien? ¿Con quién vivirá? Ciertamente no vivirá solo, porque vivir con otros seres semejantes a él es, a la vez, un placer y una necesidad. Si todas estas cosas son a la par bellas, agradables y necesarias, y si para tenerlas es indispensable la amistad, se sigue de aquí que el hombre independiente, por mucho que lo sea, tiene necesidad de la amistad.
CAPÍTULO XVIII: EL NÚMERO DE AMIGOS QUE SE DEBE TENER
Otra cuestión: ¿es preciso tener muchos o pocos amigos? No es preciso tener siempre ni muchos ni pocos amigos. Cuando se tienen muchos, es embarazoso repartir su afección entre todos ellos. En esta relación, como en todas las demás cosas, nuestra naturaleza, que es tan débil tiene dificultad en extenderse a muchos objetos. Nuestra vista sólo abraza un pequeño número de cosas, y si el objeto está más distante de lo que conviene, se escapa a nuestra mirada por la impotencia de nuestra organización; y la misma debilidad se advierte con respecto al oído y demás sentidos. Luego, si uno se incapacita para amar lo que debe amar, se le puede hacer por ello justos cargos, y se cesa de ser amigo desde el momento en que sólo se ama de palabra, porque no es esto lo que exige la amistad. Además, si los amigos son muy numerosos, no se podrá evitar el vivir en un continuo tormento. Tratándose de un número tan crecido de personas, es probable que siempre haya alguna víctima de esta o aquella desgracia, y estos dolores continuos de vuestras amigos no pueden ocurrir sin afligiros necesariamente. Por lo demás, no convendrá tampoco tener pocos amigos, uno o dos, por ejemplo; es preciso tener un número conveniente de ellos, según las ocasiones y según el grado de afección que se les haya de tener.
CAPÍTULO XIX: EL MODO DE CONDUCIRSE CON EL AMIGO DE QUIEN HAY MOTIVO PARA QUEJARSE
Ahora conviene indagar cómo debemos conducirnos con un amigo de quien hay motivo para quejarse. Este estudio, ya lo sé, no puede aplicarse a todas las amistades sin excepción, pero puede ser útil en las relaciones en que los amigos pueden dirigirse recriminaciones. No en todas las relaciones de afección puede haber querellas; por, ejemplo, no pueden hacerse cargos de padre a hijo, como se hacen en otras relaciones, como podéis hacérmelos a mí y yo a mi vez hacéroslo a vos; o de lo contrario, serían cargos horribles. La igualdad no debe existir entre amigos desiguales; pero la amistad, la afección entre padre e hijo es desigual, como la de la mujer al marido, del esclavo al señor, y en general del inferior al superior. Entre ellos no habrá, pues, lugar a estos cargos de que aquí hablamos. Pero entre amigos iguales, y en la amistad fundada sobre la igualdad, pueden tener lugar estas recriminaciones y estas quejas. Por consiguiente, importa saber lo que debe hacerse con el amigo en la amistad fundada en la igualdad, cuando se cree que hay motivo para quejarse de él.
FIN DE LA GRAN MORAL
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