LIBRO SÉPTIMO
TEORÍA GENERAL DE LA CIUDAD PERFECTA
CAPÍTULO I
LA VIDA PERFECTA
Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que reclama, importa precisar en primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra preferencia. Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el gobierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto procure a los ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de las cosas, el goce de la más perfecta felicidad, compatible con su condición. Y así, convengamos ante todo en cuál es el género de vida preferible para todos los hombres en general, y después veremos si es el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo. Como creemos haber demostrado suficientemente en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más que aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie puede negar, porque es absolutamente verdadero, es que los bienes que el hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos.
A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad, convencerse en esta ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, lejos de adquirirse y conservarse las virtudes mediante los bienes exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conservados éstos mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en la virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio, sobre todo, de los corazones más puros y de las más distinguidas inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad que la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las verdaderas riquezas.
Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfectamente esto mismo. Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. Respecto a los bienes del alma, por el contrario, nos son útiles en razón de su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas que son, ante todo, esencialmente bellas. En general, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se comparan para conocer la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación directa con la distancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos. Luego, si el alma, hablando de una manera absoluta y aun también con relación a nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su perfección y la de éstos estarán en una relación análoga. Según las leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son apetecibles en interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser considerada como medio respecto de estos bienes. Por tanto, estimaremos como punto perfectamente sentado que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de su propia naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna consiste necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el azar pueden procurarnos los bienes que son exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado más perfecto es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede acompañar nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no prosperan sino a condición de ser virtuosos y prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo mismo que el individuo las posee es por lo que se le llama justo, sabio y templado.
No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible que dejáramos de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro tratado. Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la vida, así para el individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar este noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. En cuanto a las objeciones que pueden oponerse a este principio, no responderemos a ellas en este momento, a reserva de examinarlas más tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado.
CAPÍTULO II
LA FELICIDAD CON RELACIÓN AL ESTADO
Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está constituida por elementos idénticos o diversos que la de los individuos. Evidentemente, todos convienen en que estos elementos son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la riqueza no se vacilará en declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto como es rico; si se estima que para el individuo es la mayor felicidad el ejercer un poder tiránico, el Estado será tanto más dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para el hombre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado más virtuoso será igualmente el más afortunado. Dos puntos llaman aquí principalmente nuestra atención. En primer lugar, ¿debe preferir el individuo la vida política, la participación en los negocios del Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público? Y en segundo, ¿qué constitución, qué sistema político, debe adoptarse con preferencia: el que admite a todos los ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que, haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? Esta última cuestión interesa a la ciencia y a las teorías políticas, que no se cuidan de las conveniencias individuales; y como precisamente son consideraciones de este género las que aquí nos ocupan, dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la primera, que constituirá el objeto especial de esta parte de nuestro tratado.
Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad. Aun concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, muchos se preguntan si la vida política y activa vale más que una vida extraña a toda obligación exterior y consagrada por entero a la meditación, única vida, según algunos, que es digna del filósofo. Los partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en nuestros días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra de estas ocupaciones: la política o la filosofía. En este punto la verdad es de alta importancia, porque todo individuo, si es prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino que les parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los ojos de algunos una horrible injusticia, si el poder se ejerce despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa de ser injusto, pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo ejerce. Según una opinión diametralmente opuesta y que tiene también sus partidarios, se pretende que la vida práctica y política es la única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas sus formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que dirigen los negocios generales de la sociedad. Los partidarios de esta opinión, y, por tanto, adversarios de la otra, persisten y sostienen que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante la dominación y el despotismo; y, realmente, en algunos Estados la constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio de esta confusión general que presentan casi en todas partes los materiales legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la dominación. Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación pública y la mayor parte de las leyes no están hechos sino para la guerra. Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición hacen el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por ejemplo, los persas, los escitas, los tracios, los celtas. Con frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por ejemplo, se tiene a orgullo llevar en los dedos tantos anillos como campañas se han hecho. En otro tiempo, en Macedonia la ley condenaba al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún enemigo. Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la copa de mano en mano, pero no podía ser tocada por el que no había muerto a alguno en el combate. En fin, los iberos, raza belicosa, plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como enemigos ha inmolado. Aún podrían citarse en otros pueblos muchos usos de este género, creados por las leyes o sancionados por las costumbres.
Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un hombre de Estado pueda nunca meditar la conquista y dominación de los pueblos vecinos, consientan ellos o no en soportar el yugo. ¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocuparse de una cosa que no es ni siquiera legítima? Buscar el poder por todos los medios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las leyes, porque el mismo triunfo puede no ser justo. Las otras ciencias no nos presentan nada que se parezca a esto. El médico y el piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos que tiene en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá que, generalmente, se confunde el poder político con el poder despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni bueno para sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se reclama resueltamente la justicia para sí y se olvida por completo tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo, excepto cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho natural; y si este principio es verdadero sólo debe quererse reinar como dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un señor, y no indistintamente sobre todos; a la manera que para un festín o un sacrificio se va a la caza, no de hombres, sino de animales que se pueden cazar a este fin, es decir, de animales salvajes y buenos de comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de aislarle de todos los demás podría ser dichoso por sí mismo, con la sola condición de estar bien administrado y de tener buenas leyes. En una ciudad semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra, ni a la conquista, ideas que nadie debe ni siquiera suponer en ella. Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas que ellas sean, no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan sólo un medio para que aquél se realice. El verdadero legislador deberá proponerse tan sólo procurar a la ciudad toda, a los diversos individuos que la componen, y a todos los demás miembros de la asociación, la parte de virtud y de bienestar que les pueda pertenecer, modificando, según los casos, el sistema y las exigencias de sus leyes; y si el Estado tiene otros vecinos, la legislación tendrá cuidado de prever las relaciones que convenga mantener y los deberes que deba cumplir respecto de ellos. Esta materia se tratará más adelante como ella merece, cuando determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto.
CAPÍTULO III
LA VIDA POLÍTICA
Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse esencialmente en la vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en el empleo que debe darse a la vida. Examinemos las dos opiniones contrarias. De un lado, se condenan todas las funciones políticas y se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual se da una gran preferencia, difiere completamente de la vida del hombre de Estado; y de otro, se pone, por lo contrario, la vida política por cima de toda otra, porque el que no obra no puede ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas son cosas idénticas. Estas opiniones son en parte verdaderas y en parte falsas. Que vale más vivir como un hombre libre que vivir como un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un esclavo, en tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, relativas a los pormenores de la vida diaria no tienen nada de encantador. Pero es un error creer que toda autoridad sea necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce sobre hombres libres y la que se ejerce sobre esclavos no difieren menos que la naturaleza del hombre libre y la naturaleza del esclavo, como ya hemos demostrado en el principio de esta obra. Pero se incurre en una gran equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la felicidad sólo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y sabios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como dignos.
Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: «un poder absoluto es el mayor de los bienes, puesto que capacita para multiplicar cuanto se quiera las buenas acciones. Así, siempre que pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo deje ir a otras manos, y en caso necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las relaciones que nacen de la filiación, de la paternidad, de la amistad, todo debe echarse a un lado, todo debe ser sacrificado, porque es preciso apoderarse a todo trance del bien supremo y en este caso el bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo». Esta objeción sería verdadera cuando más si las expoliaciones y la violencia pudiesen procurar alguna vez el bien supremo; pero como no es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radicalmente falsa. Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el señor al esclavo; y el que ha comenzado por violar las leyes de la virtud jamás podrá hacer tanto bien como mal ha hecho primeramente. Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra naturaleza puede ser bueno. Pero si hay un mortal que sea superior por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar en busca del bien, éste es el que debe tomarse por guía, y al que es justo obedecer. Sin embargo, la virtud sola no basta; es preciso, además, poder para ponerla en acción. Luego, si este principio es verdadero, y si la felicidad consiste en obrar bien, la actividad es para el Estado todo, lo mismo que para los individuos en particular, el asunto capital de la vida. No quiere decir esto que la vida activa deba, como se piensa generalmente, ser por necesidad de relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos verdaderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados positivos, como consecuencia de la acción misma. Los pensamientos activos son más bien las reflexiones y las meditaciones completamente personales, que no tienen otro objeto que su propio estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una acción; la idea de actividad se aplica, en primer término, al pensamiento ordenador que combina y dispone los actos exteriores. El aislamiento, hasta cuando es voluntario con todas las condiciones de existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al Estado la inacción. Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser activa mediante las relaciones que necesariamente y siempre tienen las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de todo individuo considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra manera resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su acción no tiene nada de exterior, sino que permanece concentrada en ellos mismos.
Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el individuo que para los hombres reunidos y para el Estado en general.
CAPÍTULO IV
LA EXTENSIÓN QUE DEBE TENER EL ESTADO
Después de los preliminares que acabamos de desenvolver y de las consideraciones que hemos hecho sobre las diversas formas de gobierno, entraremos en lo que nos resta por decir, indicando cuáles deben ser los principios necesarios y esenciales de un gobierno formado a medida del deseo. Como este Estado perfecto no puede existir sin las condiciones indispensables para su misma perfección, es lícito dárselas todas en hipótesis, y tales como se quiera, con tal que no se vaya hasta lo imposible, por ejemplo, en cuanto al número de ciudadanos y a la extensión del territorio. Si el obrero en general, el tejedor, el constructor de naves o cualquier otro artesano, debe antes de comenzar el trabajo tener la materia primera, de cuyas buenas circunstancias y preparación depende tanto el mérito de la ejecución, es preciso dar también al hombre de Estado y al legislador una materia especial, convenientemente preparada para sus trabajos. Los primeros elementos que exige la ciencia política son los hombres en el número y con las cualidades naturales que deben tener, y el suelo con la extensión y las propiedades debidas.
Se cree vulgarmente que un Estado, para ser dichoso, debe ser vasto; y si este principio es verdadero, los que lo proclaman ignoran ciertamente en qué consiste la extensión o la pequeñez de un Estado; porque juzgan únicamente de ellas por el número de sus habitantes y, sin embargo, es preciso mirar no tanto al número como al poder. Todo Estado tiene una tarea que llenar; y será el más grande el que mejor la desempeñe. Y así, yo puedo decir que Hipócrates, no como hombre, sino como médico, es mucho más grande que otro hombre de una estatura más elevada que la suya. Aun admitiendo que sólo se debe mirar al número, sería preciso no confundir unos con otros los elementos que le forman. Bien que el Estado todo encierre necesariamente una multitud de esclavos, de domiciliados, de extranjeros, sólo pueden tenerse en cuenta los miembros mismos de la ciudad, los que la componen esencialmente; y el gran número de éstos es la señal cierta de la grandeza del Estado. Una ciudad de la que saliesen una multitud de artesanos y pocos guerreros no sería nunca un gran Estado, porque es preciso distinguir un gran Estado de un Estado populoso. Ahí están los hechos para probar que es muy difícil, y quizá imposible, organizar una ciudad demasiado populosa; y ninguna de aquellas cuyas leyes han merecido tantas alabanzas ha tenido, como puede verse, una excesiva población. El razonamiento viene en apoyo de la observación. La ley es la determinación de cierto orden; las buenas leyes producen necesariamente el buen orden; pero el orden no es posible tratándose de una gran multitud. El poder divino, que abraza el universo entero, sería el único que podría en ese caso establecerlo. La belleza resulta de ordinario de la armonía del número con la extensión; y la perfección para el Estado consistirá necesariamente en reunir una justa extensión y un número conveniente de ciudadanos.
Pero la extensión de los Estados está sometida a ciertos límites, como cualquiera otra cosa, como los animales, las plantas, los instrumentos. Cada cosa, para poseer todas las propiedades que le son propias, no debe ser ni desmesuradamente grande, ni desmesuradamente pequeña, porque, en tal caso, o ha perdido completamente su naturaleza especial, o se ha pervertido. Una nave de una pulgada tendría tanto de nave como una de dos estadios; si tiene ciertas dimensiones, será completamente inútil, ya sea por su extrema pequeñez, ya por su extrema magnitud. Lo mismo sucede respecto de la ciudad: demasiado pequeña, no puede satisfacer sus necesidades, lo cual es una condición esencial de la ciudad; demasiado extensa, se basta a sí misma, pero no como ciudad, sino como nación, y ya casi no es posible en ella el gobierno. En medio de esta inmensa multitud, ¿qué general puede hacerse oír? ¿Qué Esténtor podrá servir de heraldo? Se entiende necesariamente formada la ciudad en el momento mismo en que la masa políticamente asociada puede proveer a todas las necesidades de su existencia. Más allá de este límite, la ciudad puede aún existir en más vasta escala, pero esta progresión, lo repito, tiene sus límites. Los hechos mismos nos harán ver fácilmente cuáles deben ser. En la ciudad los actos políticos son de dos especies: autoridad, obediencia. El magistrado manda y juzga. Para juzgar los negocios litigiosos y para repartir las funciones según el mérito, es preciso que los ciudadanos se conozcan y se aprecien mutuamente. Donde estas condiciones no existen, las elecciones y las sentencias jurídicas son necesariamente malas. Bajo estos dos conceptos, toda resolución tomada a la ligera es funesta, y evidentemente no puede menos de serlo, recayendo sobre una masa tan grande. Por otra parte, será muy fácil a los domiciliados y a los extranjeros usurpar el derecho de ciudad, y su fraude pasará desapercibido en medio de la multitud reunida. Puede, pues, sentarse como una verdad que la justa proporción para el cuerpo político consiste, evidentemente, en que tenga el mayor número posible de ciudadanos que sean capaces de satisfacer las necesidades de su existencia; pero no tan numerosos que puedan sustraerse a una fácil inspección o vigilancia. Tales son nuestros principios sobre la existencia del Estado.
CAPÍTULO V
EL TERRITORIO DEL ESTADO PERFECTO
Los principios que acabamos de indicar respecto a la población del Estado pueden, hasta cierto punto, aplicarse al territorio. El más favorable, sin contradicción, es aquel cuyas condiciones sean una mejor prenda de seguridad para la independencia del Estado, porque precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase de producciones. Poseer todo lo que se ha menester y no tener necesidad de nadie, he aquí la verdadera independencia. La extensión y la fertilidad del territorio deben ser tales que todos los ciudadanos puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres libres y sobrios. Después examinaremos el valor de este principio con más precisión, cuando tratemos, en general, de la propiedad, del bienestar y del uso que se debe hacer de la fortuna, cuestiones muy controvertidas, porque los hombres incurren con frecuencia en este punto en uno u otro de estos extremos: en una sórdida avaricia o en un lujo desenfrenado.
Lo relativo a la configuración del territorio no ofrece ninguna dificultad. Los tácticos, con cuyo dictamen debe contarse, exigen que sea de difícil acceso para el enemigo y de salida cómoda para los ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que la masa de sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia fácil, y un terreno fácil de observar no es menos fácil de defender. En cuanto al emplazamiento de la ciudad, si es posible elegirlo, es preciso que sea bueno a la vez por mar y por tierra. La única condición que debe exigirse es que todos los puntos puedan prestarse mutuo auxilio, y que el transporte de géneros, maderas y productos manufacturados del país sea fácil. Es cuestión difícil la de saber si la vecindad del mar es ventajosa o funesta para la buena organización del Estado. Este contacto con extranjeros, educados bajo leyes completamente diferentes, es perjudicial al buen orden, y la población constituida por esta multitud de mercaderes que van y vienen por mar es ciertamente muy numerosa y también rebelde a toda disciplina política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes, no hay duda alguna de que, atendiendo a la seguridad y a la abundancia necesarias al Estado, es muy conveniente a la ciudad y al resto del territorio preferir un emplazamiento a orilla del mar. Se resiste mejor una agresión enemiga cuando se pueden recibir, a la vez, por mar y por tierra auxilios de los aliados; y si no se puede batir a los sitiadores por ambos puntos a un mismo tiempo, se puede hacer con más ventaja por uno de ellos, cuando simultáneamente se pueden ocupar ambos.
El mar permite también satisfacer las necesidades de la ciudad, es decir, importar lo que el país no produce y exportar las materias en que abunda. Pero la ciudad, al hacer el comercio, sólo debe pensar en sí misma y jamás en los demás pueblos. El tráfico mercantil de todas las naciones no tiene otro origen que la codicia, y el Estado, que debe buscar en otra parte elementos para su riqueza, no debe entregarse jamás a semejantes tráficos. Pero en algunos países y en algunos Estados la rada y el puerto hecho por la naturaleza están maravillosamente situados con relación a la ciudad, la cual, sin estar muy distante, aunque sí separada, domina el puerto con sus murallas y fortificaciones. Gracias a esta situación, la ciudad se aprovechará evidentemente de todas estas comunicaciones, si le son útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple disposición legislativa podrá alejar todo peligro, designando especialmente los ciudadanos a quienes habrá de permitirse o prohibirse esta comunicación con los extranjeros.
En cuanto a las fuerzas navales, nadie duda que el Estado debe, hasta cierto punto, ser poderoso por mar, y esto no sólo en vista de sus necesidades interiores, sino también con relación a sus vecinos, a los cuales debe poder socorrer o molestar por mar y por tierra, según los casos. La extensión de las fuerzas marítimas debe ser proporcionada al género de existencia de la ciudad. Si esta existencia es por completo de dominación y de relaciones políticas, es preciso que la marina de la ciudad tenga proporciones análogas a las empresas que ha de llevar a cabo. Generalmente el Estado no tiene necesidad de esta población enorme compuesta por las gentes de mar, que no deben ser jamás miembros de la ciudad. No hablo de los guerreros que se embarcan en las flotas, que las mandan y que las dirigen, porque éstos son ciudadanos libres y proceden del ejército de tierra. Dondequiera que las gentes del campo y los labradores abundan, hay necesariamente gran número de marinos. Algunos Estados nos suministran pruebas de este hecho; el gobierno de Heraclea, por ejemplo, aunque su ciudad es muy pequeña comparada con otras, no por eso deja de equipar numerosas galeras.
No llevaré más adelante estas consideraciones sobre el territorio del Estado, sus puertos, sus ciudades, su relación con el mar y sus fuerzas navales.
CAPÍTULO VI
LAS CUALIDADES NATURALES QUE DEBEN TENER LOS CIUDADANOS DE LA REPÚBLICA PERFECTA
Hemos determinado antes los límites numéricos del cuerpo político; veamos ahora qué cualidades naturales se requieren en los miembros que lo componen. Puede formarse una idea de ellas con sólo echar una mirada sobre las ciudades más célebres de la Grecia y sobre las diversas naciones que ocupan la tierra. Los pueblos que habitan en climas fríos, hasta en Europa, son, en general, muy valientes, pero son en verdad inferiores en inteligencia y en industria; y si bien conservan su libertad, son, sin embargo, políticamente indisciplinables, y jamás han podido conquistar a sus vecinos. En Asia, por el contrario, los pueblos tienen más inteligencia y aptitud para las artes, pero les falta corazón, y permanecen sujetos al yugo de una esclavitud perpetua. La raza griega, que topográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de ambas. Posee a la par inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo guardar su independencia y constituir buenos gobiernos, y sería capaz, si formara un solo Estado, de conquistar el universo. En el seno mismo de la Grecia los diversos pueblos presentan entre sí desemejanzas análogas a las que acabamos de indicar: aquí predomina una sola cualidad; allí todas se armonizan en una feliz combinación. Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle fácilmente por el camino de la virtud. Algunos escritores políticos exigen que sus guerreros sean afectuosos con aquellos a quienes conocen y feroces con los desconocidos, y precisamente el corazón es el que produce en nosotros la afección; el corazón es la facultad del alma que nos obliga a amar. En prueba de ello podría decirse que el corazón, cuando se cree desdeñado, se irrita mucho más contra los amigos que contra los desconocidos. Arquíloco, cuando quiere quejarse de sus amigos, se dirige a su corazón y dice:
Oh corazón mío, ¿no es un amigo el que te ultraja?
En todos los hombres, el amor a la libertad y a la dominación parte de este mismo principio: el corazón es imperioso y no sabe someterse. Pero los autores que he citado más arriba hacen mal en exigir la dureza con los extranjeros; porque no es conveniente tenerla con nadie, y las almas grandes nunca son adustas como no sea con el crimen; y, repito, se irritan más contra los amigos cuando creen haber recibido de ellos una injuria. Esta cólera es perfectamente racional; porque, en este caso, aparte del daño que tal conducta pueda producir, se cree perder, además, una benevolencia con que con razón se contaba. De aquí aquel pensamiento del poeta:
Y este otro:
La lucha entre hermanos es más encarnizada.
El que quiere con exceso, sabe aborrecer del mismo modo.
Al especificar, respecto a los ciudadanos, cuáles deben ser su número y sus cualidades naturales, y al determinar la extensión y las condiciones del territorio, nos hemos encerrado dentro de los límites de una exactitud aproximada, pues no debe exigirse en simples consideraciones teóricas la misma precisión que en las observaciones de los hechos que nos suministran los sentidos
CAPÍTULO VII
LOS ELEMENTOS INDISPENSABLES A LA EXISTENCIA DE LA CIUDAD
Así como en los demás compuestos que crea la naturaleza no hay identidad entre todos los elementos del cuerpo entero, aunque sean esenciales a su existencia, en igual forma se puede, evidentemente, no contar entre los miembros de la ciudad a todos los elementos de que tiene, sin embargo, una necesidad indispensable; principio igualmente aplicable a cualquiera otra asociación que sólo haya de formarse de elementos de una sola y misma especie. Los asociados deben tener necesariamente un punto de unidad común, ya sean, por otra parte, en razón de su participación en ella iguales o desiguales: por ejemplo, los alimentos, la posesión del suelo o cualquier otro objeto semejante. Pueden hacerse dos cosas, la una en vista de la otra, ésta como medio, aquélla como fin, sin que haya entre ellas más de común que la acción producida por la una y recibida por la otra. Esta es la relación que hay en un trabajo cualquiera entre el instrumento y el obrero. La casa no tiene, ciertamente, nada que pueda ser común a ella y al albañil, y, sin embargo, el arte del albañil no tiene otro objeto que la casa. En igual forma, la ciudad tiene necesidad seguramente de la propiedad, pero la propiedad no es ni remotamente parte esencial de la ciudad, por más que de la propiedad formen parte como elementos seres vivos. La ciudad no es más que una asociación de seres iguales, que aspiran en común a conseguir una existencia dichosa y fácil. Pero como la felicidad es el bien supremo; como consiste en el ejercicio y aplicación completa de la virtud, y en el orden natural de las cosas, la virtud está repartida muy desigualmente entre los hombres, porque algunos tienen muy poca o ninguna; aquí es donde evidentemente hay que buscar el origen de las diferencias y de las divisiones entre los gobiernos. Cada pueblo, al buscar la felicidad y la virtud por diversos caminos, organiza también a su modo la vida y el Estado sobre bases asimismo diferentes.
Veamos cuántos elementos son indispensables a la existencia de la ciudad; porque la ciudad estará constituida necesariamente por aquellos en los cuales reconozcamos este carácter. Enumeremos las cosas mismas a fin de ilustrar la cuestión: en primer lugar, las subsistencias; después, las artes, indispensables a la vida, que tiene necesidad de muchos instrumentos; luego las armas, sin las que no se concibe la asociación, para apoyar la autoridad pública en el interior contra las facciones, y para rechazar los enemigos de fuera que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta abundancia de riquezas, tanto para atender a las necesidades interiores como para la guerra; en quinto lugar, y bien podíamos haberlo puesto a la cabeza, el culto divino, o, como suele llamársele, el sacerdocio; en fin, y este es el objeto más importante, la decisión de los asuntos de interés general y de los procesos individuales.
Tales son las cosas de que la ciudad, cualquiera que ella sea, no puede absolutamente carecer. La agregación que constituye la ciudad no es una agregación cualquiera, sino que, lo repito, es una agregación de hombres de modo que puedan satisfacer todas las necesidades de su existencia. Si uno de los elementos que quedan enumerados llega a faltar, entonces es radicalmente imposible que la asociación se baste a sí misma. El Estado exige imperiosamente todas estas diversas funciones; necesita trabajadores que aseguren la subsistencia de los ciudadanos; y necesita artistas, guerreros, gentes ricas, pontífices y jueces que velen por la satisfacción de sus necesidades y por sus intereses.
CAPÍTULO VIII
ELEMENTOS POLÍTICOS DE LA CIUDAD
Después de haber sentado los principios, tenemos aún que examinar si todas estas funciones deben pertenecer sin distinción a todos los ciudadanos. Tres cosas son en este caso posibles: o que todos los ciudadanos sean a la vez e indistintamente labradores, artesanos, jueces y miembros de la asamblea deliberante; o que cada función tenga sus hombres especiales; o, en fin, que unas pertenezcan necesariamente a algunos individuos en particular y otras a la generalidad. La confusión de las funciones no puede convenir a cualquier Estado indistintamente. Ya hemos dicho que se podían suponer diversas combinaciones, admitir o no a todos los ciudadanos en todos los empleos, y conferir ciertas funciones como privilegio. Esto mismo es lo que constituye la desemejanza de los gobiernos. En las democracias todos los derechos son comunes, y lo contrario sucede en las oligarquías.
El gobierno perfecto que buscamos es, precisamente, aquel que garantiza al cuerpo social el mayor grado de felicidad. Ahora bien, la felicidad, según hemos dicho, es inseparable de la virtud; y así, en esta república perfecta, en la que la virtud de los ciudadanos será una verdad en toda la extensión de la palabra y no relativamente a un sistema dado, aquéllos se abstendrán cuidadosamente de ejercer toda profesión mecánica y de toda especulación mercantil, trabajos envilecidos y contrarios a la virtud. Tampoco se dedicarán a la agricultura, pues se necesita tener tiempo de sobra para adquirir la virtud y para ocuparse de la cosa pública.
Nos quedan aún la clase de guerreros y la que delibera sobre los negocios del Estado y juzga los procesos; dos elementos que deben, al parecer, constituir esencialmente la ciudad. Las dos funciones que les conciernen, ¿deberán ponerse en manos separadas o reunirlas en unas mismas? La respuesta que debe darse a esta pregunta es clara: deben estar separadas hasta cierto punto, y hasta cierto punto reunidas; separadas, porque tienen edades diferentes y necesitan la una prudencia, la otra fuerza; reunidas, porque es imposible que gentes que tienen la fuerza en su mano y que pueden usar de ella se resignen a una perpetua sumisión. Los ciudadanos armados son siempre árbitros de mantener o de derribar el gobierno. No hay más remedio que confiar todas esas funciones a las mismas manos, pero atendiendo a las diversas épocas de la vida, como la misma naturaleza lo indica; y puesto que el vigor es propio de la juventud, y la prudencia de la edad madura, deben distribuirse las atribuciones conforme a este principio, tan útil como equitativo, como que descansa en la diferencia misma que nace del mérito.
Por esta misma razón, los bienes raíces deben pertenecer a los que componen estas dos clases, porque el desahogo en la vida está reservado para los ciudadanos, y aquéllos lo son esencialmente. En cuanto al artesano, no tiene derechos políticos, como no los tiene ninguna otra de las clases extrañas a las nobles ocupaciones de la virtud, lo cual es una consecuencia evidente de nuestros principios. La felicidad reside exclusivamente en la virtud, y para que pueda decirse que una ciudad es dichosa es preciso tener en cuenta no a algunos de sus miembros, sino a todos los ciudadanos sin excepción. Y así las propiedades pertenecerán en propiedad a los ciudadanos, y los labradores serán necesariamente esclavos, o bárbaros, o siervos.
En fin, de los elementos de la ciudad resta que hablemos de los pontífices, cuya posición en el Estado está bien señalada. Un labrador, un obrero, no pueden alcanzar nunca el desempeño de las funciones del pontificado; sólo a los ciudadanos pertenece el servicio de los dioses; y como el cuerpo político se divide en dos partes, la una guerrera, la otra deliberante, y es conveniente a la vez rendir culto a la divinidad y procurar el descanso a los ciudadanos agobiados por los años, a éstos es a quienes debe encomendarse el cuidado del sacerdocio.
Tales son, pues, los elementos indispensables a la existencia del Estado, las partes que realmente componen la ciudad. Ésta no puede, por un lado, carecer de labradores, de artesanos y de mercenarios de todas clases; y por otro, la clase guerrera y la clase deliberante son las únicas que la componen políticamente. Estas dos grandes divisiones del Estado se distinguen también entre sí, la una por la perpetuidad y la otra por el carácter alternativo de las funciones.
CAPÍTULO IX
ANTIGÜEDAD DE CIERTAS INSTITUCIONES POLÍTICAS
No es, por lo demás, un descubrimiento de nuestro tiempo, y ni siquiera reciente en la filosofía política, esta división necesaria de los individuos en clases distintas, los guerreros de una parte, y los labradores de otra. Todavía hoy existe en Egipto y en Creta, instituida en el primer punto, según se dice, por las leyes de Sesostris, y en el segundo, por las de Minos. El establecimiento de las comidas en común no es menos antiguo, pues respecto a Creta se remonta al reinado de Minos, y respecto a Italia a una época más remota aún. Los sabios de este último país aseguran que es debido a un cierto ítalo, que llegó a ser rey de la Enotria, el que los enotrios hayan mudado su nombre en el de italianos, y que el nombre de Italia fue dado a toda esta parte de las costas de Europa, comprendida entre los golfos Escilético y Lamético, distantes entre sí una medida jornada. Se añade que ítalo hizo agricultores a los enotrios, que antes eran nómadas, y que entre otras instituciones les dio la de las comidas en común. Hoy mismo hay cantones que conservan esta costumbre, a la par que algunas leyes de ítalo. Esta costumbre existía entre los ópicos, habitantes de las orillas de la Tirrenia, y que llevan aún su antiguo sobrenombre de ausonios; y también se encuentra entre los caonios, que ocupan el país llamado Sirteis, en las costas de la Yapigia y del golfo Jónico. Por lo demás, es sabido que los caonios eran también de origen enotrio.
Las comidas en común tuvieron, pues, su origen en Italia. La división de los ciudadanos por clases viene de Egipto, pues el reinado de Sesostris es muy anterior al de Minos. Debe creerse, por lo demás, que en el curso de los siglos los hombres han debido idear estas instituciones y otras muchas con frecuencia o, por mejor decir, una infinidad de veces. Por lo pronto, la misma necesidad ha sugerido precisamente los medios de satisfacer las primeras exigencias de la vida; y una vez adquirido este fondo, los perfeccionamientos y la abundancia han debido, según todas las apariencias, desenvolverse en la misma proporción; y es, por tanto, una consecuencia muy lógica el creer esta ley aplicable igualmente a las instituciones políticas. En este punto todo es muy antiguo, y el Egipto está ahí para probarlo. Nadie negará su prodigiosa antigüedad, y en todos los tiempos ha tenido leyes y una organización política. Por tanto, es preciso seguir a nuestros predecesores en todo aquello en que han obrado bien, y no pensar en novedades, sino en los puntos en que nos han dejado vacíos que llenar.
Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho a los que llevan las armas y tienen derechos políticos, y hemos añadido, al fijar las cualidades y la extensión del territorio, que los labradores debían formar una clase separada de aquéllos. Hablaremos aquí de la división de las propiedades y del número y especie de labradores. Hemos rechazado ya la comunidad de tierras, admitida por algunos autores; pero hemos declarado que la benevolencia de unos ciudadanos para con los otros debía hacer común el uso de aquéllas, para que todos tuvieran, al menos, segura su subsistencia. Se mira generalmente el establecimiento de las comidas en común como perfectamente provechoso a todo Estado bien constituido. Más tarde diremos por qué adoptamos nosotros también este principio; pero es preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, tengan un puesto en aquéllas, y es difícil que los pobres, si han de concurrir con la parte fijada por la ley, puedan, además, atender a todas las demás necesidades de su familia. Los gastos del culto divino son también una carga común de la ciudad. Y así, el territorio debe dividirse en dos porciones, una para el público, otra para los particulares, y subdividirse ambas en otras dos. La primera porción se subdividirá para atender, a la vez, a los gastos del culto y a los de las comidas públicas. En cuanto a la segunda, se la dividirá, a fin de que, poseyendo todo ciudadano a un mismo tiempo fincas en la frontera y en las cercanías de la ciudad, esté igualmente interesado en la defensa de las dos localidades. Esta repartición, equitativa en sí misma, garantiza la igualdad de los ciudadanos y su unión más íntima contra los enemigos comunes de los Estados vecinos. Donde no está establecida esta repartición, a los unos inquieta muy poco la guerra que asola la frontera; y los otros la temen con una vergonzosa pusilanimidad. En algunos Estados la ley excluye a los propietarios de la frontera de toda deliberación sobre las agresiones enemigas, por considerarlos directamente interesados, y no poder, por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos que obligan a dividir el territorio en la forma que hemos dicho. En cuanto a los que deben cultivarlo, si cabe elegir, deben preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos de la misma nación, y principalmente de que no sean belicosos. Con estas dos condiciones serán excelentes para el trabajo, y no pensarán en rebelarse. Después es conveniente mezclar con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos y que tengan las mismas cualidades que aquéllos. Los que trabajan en terrenos particulares pertenecerán al propietario; los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante, diremos el trato que debe darse a los esclavos, y por qué se debe siempre mostrarles la libertad como recompensa de sus trabajos.
CAPÍTULO X
LA SITUACIÓN DE LA CIUDAD
No repetiremos por qué la ciudad debe ser, a la vez, continental y marítima, y en relación, en cuanto sea posible, con todos los puntos del territorio, puesto que ya lo hemos dicho más arriba. En cuanto a la situación considerada en sí misma, cuatro cosas deben tenerse en cuenta. La primera y más importante es la salubridad: la exposición al Levante y a los vientos que de allí soplan es la más sana de todas; la exposición al Mediodía viene en segundo lugar, y tiene la ventaja de que el frío en invierno es más soportable. Desde otros puntos de vista, el asiento de la ciudad debe ser también escogido teniendo en cuenta las ocupaciones que en el interior de ella tengan los ciudadanos y los ataques de que pueda ser objeto. Es preciso que, en caso de guerra, los habitantes puedan fácilmente salir, y que los enemigos tengan tanta dificultad de entrar en ella como en bloquearla. La ciudad debe tener dentro de sus muros aguas y fuentes naturales en bastante cantidad, y a falta de ellas conviene construir vastos y numerosos aljibes destinados a guardar las aguas pluviales, para que nunca falte agua, caso de que durante la guerra se interrumpan las comunicaciones con el resto del país. Como la primera condición es la salud de los habitantes, y ésta resulta, en primer lugar, de la situación y posición de la ciudad que hemos expuesto, y en segundo, del uso de aguas saludables, este último punto exige también la más severa atención. Las cosas que obran sobre el cuerpo con más frecuencia y más amplitud tienen también mayor influjo sobre la salud; y en este caso se encuentra precisamente la acción natural del aire y de las aguas. Y así, en cualquier punto donde las aguas naturales no sean ni igualmente buenas, ni igualmente abundantes, será prudente separar las potables de las que pueden servir para los usos ordinarios.
En cuanto a los medios de defensa, la naturaleza y la utilidad del emplazamiento varían según las constituciones. Una ciudad situada en lo alto conviene a la oligarquía y a la monarquía; la democracia prefiere para esto una llanura. La aristocracia desecha todas estas posiciones y se acomoda más bien en algunas alturas fortificadas. En cuanto a la disposición de las habitaciones particulares, parecen más agradables y generalmente más cómodas si están alineadas a la moderna y conforme al sistema de Hipódamo. El antiguo método tenía, por el contrario, la ventaja de ser más seguro en caso de guerra; una vez los extranjeros en la ciudad, difícilmente podían salir, después de haberles costado la entrada no menos trabajo. Es preciso combinar estos dos sistemas, y será muy oportuno imitar lo que nuestros cosecheros llaman tresbolillo en el cultivo de las viñas. Se alineará, por tanto, la ciudad solamente en algunas partes en algunos cuarteles, y no en toda su superficie; y de este modo irá unida la elegancia a la seguridad. En fin, en cuanto a las murallas, los que no quieren para las ciudades otras que el valor de los habitantes se dejan llevar de una antigua preocupación, por más que han podido ver que los hechos han dado un mentís a las ciudades que han hecho de esto una singular cuestión de honra. Poco valor probaría el defenderse de enemigos iguales o poco superiores en número al abrigo de las murallas; pero se ha visto y se puede ver aún pueblos que atacan en masa, sin que el valor sobrehumano de un puñado de valientes pueda rechazarlos. Para precaver, pues, reveses y desastres, para evitar una derrota cierta, los medios más militares son las fortificaciones más inexpugnables, sobre todo hoy en que el arte de sitiar, con sus tiros y sus terribles máquinas, ha hecho tantos progresos. No permitir que haya murallas en las ciudades es tan poco sensato como escoger un país abierto o nivelar todas las alturas; sería como prohibir rodear de paredes las casas particulares por temor de hacer cobardes a los habitantes. Es preciso persuadirse de que, cuando se cuenta con murallas, se puede, según se quiera, servirse o no de ellas; y que en una ciudad abierta no es posible la elección. Si nuestras reflexiones son exactas, es preciso no sólo rodear la ciudad de murallas, sino que deben, además de servir de ornato, ser capaces de resistir todos los sistemas de ataque, y sobre todo los de la táctica moderna. El que ataca no desperdicia ningún medio para alcanzar el triunfo; el que se defiende debe, por su parte, buscar, meditar e inventar nuevos recursos; y la primera ventaja de un pueblo que está muy sobre sí es que se piensa menos en atacarle. Mas como en las comidas en común hay precisión de distribuir los ciudadanos en muchas secciones, y las murallas deben, igualmente, tener de distancia en distancia y en puntos convenientes torres y cuerpos de guardia, es claro que estas torres estarán, naturalmente, destinadas a albergar las secciones de ciudadanos, y que en ellas tendrán lugar las comidas.
Tales son los principios que se pueden adoptar relativamente a la situación y a la utilidad de las murallas.
CAPÍTULO XI
LOS EDIFICIOS PÚBLICOS Y LA POLÍTICA
Los edificios consagrados a las ceremonias religiosas serán tan espléndidos como sea preciso y servirán, a la vez, para las comidas públicas de los principales magistrados y para la celebración de todos los ritos que la ley o el oráculo de la Pitonisa no han querido que fuesen secretos. Este lugar, que deberá poder verse desde todos los cuarteles que le rodean, será tal como lo exige la dignidad de los personajes que tiene que albergar. Al pie de la eminencia en que estará situado el edificio será conveniente que esté la plaza pública, construida como la que se llama en Tesalia Plaza de la Libertad. No se consentirá nunca que esta plaza se manche dejando tener en ella mercancías, y se prohibirá la entrada en ella a los artesanos, a los labradores y a todo individuo de esta clase, a menos que el magistrado expresamente los llame. También es preciso que el aspecto de este lugar sea agradable, puesto que será allí donde los hombres de edad madura se dedicarán a los ejercicios gimnásticos, porque hasta desde este punto de vista deben separarse los ciudadanos según su edad, y algunos magistrados asistirán a los juegos de la juventud, así como los de madura edad asistirán algunas veces a los de los magistrados. La presencia del magistrado inspira verdadero acatamiento y aquel respetuoso temor que es propio del corazón del hombre libre. Lejos de esta plaza, y bien separada de ella, estará la destinada al tráfico, debiendo ser este sitio de fácil acceso para todas las mercancías que se transporten, procedentes del mar y del interior del país.
Puesto que el cuerpo de ciudadanos se divide en pontífices y magistrados, es conveniente que las comidas de los pontífices tengan lugar en las cercanías de los edificios sagrados. En cuanto a los magistrados, encargados de fallar en materia de contratos, acciones civiles y criminales, y todos los negocios de este género, o encargados de la vigilancia de los mercados y de lo que se llama policía de la ciudad, el lugar de sus comidas debe estar situado cerca de la plaza pública y de un cuartel de mucha concurrencia. A este efecto, será muy conveniente que esté próximo a la plaza de contratación en que tienen lugar todas las transacciones. En la otra plaza de que más arriba hemos hablado, debe reinar una calma absoluta; mientras que ésta, por el contrario, estará destinada a todas las relaciones de carácter material e indispensables.
Todas las divisiones urbanas que acabamos de enumerar deberán hacerse igualmente en los cantones rurales. En éstos los magistrados, ya se llamen conservadores de bosques, ya inspectores del campo, tendrán también cuerpos de guardias para la vigilancia y comidas en común. Asimismo, habrá repartidos por el campo algunos templos consagrados a los dioses unos, y otros a los héroes.
Es inútil que nos detengamos en pormenores más minuciosos sobre esta materia, puesto que son todas cosas fáciles de imaginar, aunque no lo sea tanto el ponerlas en práctica. Para decirlas, basta dejarse llevar del propio deseo; mas, para ejecutarlas, se necesita la ayuda de la fortuna. Y así nos contentaremos con lo dicho en este punto.
CAPÍTULO XII
LAS CUALIDADES QUE LOS CIUDADANOS DEBEN TENER EN LA REPÚBLICA PERFECTA
Examinemos ahora lo que será la constitución misma y qué cualidades deben poseer los miembros que componen la ciudad, para que el bienestar y el orden del Estado estén perfectamente asegurados. El bienestar, en general, sólo se obtiene mediante dos condiciones: primera, que el fin que nos proponemos sea laudable; y segunda, que sea posible realizar los actos que a él conducen. También puede suceder que estas dos condiciones se encuentren reunidas, o que no se encuentren. Unas veces el fin es excelente, y no se tienen los medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los recursos necesarios para alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe engañarse, a la vez, sobre el fin y sobre los medios, como lo atestigua la medicina, que tan pronto desconoce el remedio que debe curar el mal, como carece de los recursos necesarios para la curación que se propone. En todas las artes y en todas las ciencias es preciso que el fin y los medios que puedan conducir a él sean igualmente buenos y poderosos. Es claro que todos los hombres desean la virtud y la felicidad, pero a unos es permitido y a otros no el conseguirlo, lo cual es resultado ya de las circunstancias, ya de la naturaleza. La virtud sólo se obtiene mediante ciertas condiciones que fácilmente pueden reunir los individuos afortunados y difícilmente los individuos menos favorecidos; y es posible, aun supuestas todas las facultades requeridas, extraviarse y apartarse del camino desde los primeros pasos. Puesto que nuestras indagaciones tienen por objeto la mejor constitución, base de la administración perfecta del Estado, y que esta administración perfecta es la que habrá de asegurar la mayor suma de felicidad a todos los ciudadanos, necesitamos saber necesariamente en qué consiste esta felicidad. Ya lo hemos dicho en nuestra Moral, y séanos permitido creer que esta obra no carece de toda utilidad; la felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la virtud, no relativa, sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud que se refiere a las necesidades precisas de la vida; por absoluta, la que se refiere únicamente a lo bello y al bien. Y así, en la esfera de la justicia humana, la penalidad, el justo castigo del culpable, es un acto de virtud, pero también es un acto de necesidad, es decir, que no es bueno sino en cuanto es necesario; y sería ciertamente preferible que los individuos y el Estado pudiesen pasar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen por fin la gloria y el perfeccionamiento moral, son bellos en un sentido absoluto. De estos dos órdenes de actos, el primero tiende simplemente a librarnos de un mal; el segundo prepara y opera directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar noblemente la miseria, la enfermedad y otros muchos males; pero el bienestar no por eso deja de consistir en las cosas contrarias a aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre virtuoso diciendo que es el que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes los bienes absolutos; y no hay necesidad de añadir que debe saber también hacer de estos bienes un uso absolutamente bello y bueno. De esto último ha nacido la opinión vulgar de que la felicidad depende de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo que atribuir una preciosa pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al talento del artista.
De lo que acabamos de decir resulta evidentemente que el legislador debe tener de antemano ciertos elementos para su obra, pero que puede también preparar por sí mismo algunos.
Así nos ha sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de que el azar sólo dispone; porque hemos admitido que el azar era a veces el único dueño de las cosas; pero no es el azar el que asegura la virtud del Estado y sí la voluntad inteligente del hombre. El Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman parte del gobierno lo son, y ya se sabe que, en nuestra opinión, todos los ciudadanos deben tomar parte en el gobierno del Estado. Indaguemos, pues, cómo se educan los hombres en la virtud. Ciertamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a todos a la par, sin ocuparse de los individuos uno a uno; pero la virtud general no es más que el resultado de la virtud de todos los particulares.
Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno y virtuoso: la naturaleza, el hábito y la razón. Ante todo, es preciso que la naturaleza haga que nazcamos formando parte de la raza humana, y no en cualquiera otra especie de animales; después es preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales. Además, los dones de la naturaleza no bastan: las cualidades naturales se modifican por las costumbres, que puede ejercer sobre ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas. Casi todos los animales están sometidos solamente al imperio de la naturaleza; algunas especies, pocas, están también sometidas al imperio del hábito; el hombre es el único que lo está a la razón, a la vez que a la costumbre y a la naturaleza. Es preciso que estas tres cosas se armonicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las costumbres, cuando cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya hemos dicho mediante qué condiciones los ciudadanos pueden ser una materia a propósito para la obra del legislador; lo demás corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y las lecciones de los maestros.
CAPÍTULO XIII
LA IGUALDAD Y DE LA DIFERENCIA ENTRE LOS CIUDADANOS EN LA CIUDAD PERFECTA
Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y subordinados, pregunto si la autoridad y la obediencia deben ser alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la educación deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos. Si algunos hombres superasen a los demás, como según la común creencia los dioses y los héroes superan a los mortales, tanto respecto del cuerpo, lo cual con una simple ojeada puede verse, como respecto del alma, y de tal manera que la superioridad de los jefes fuese incontestable y evidente para los súbditos, no cabe duda de que debe preferirse que perpetuamente obedezcan los unos y manden los otros. Pero tales desemejanzas son muy difíciles de encontrar, sin que tampoco pueda suceder aquí lo que con los reyes de la India, que, según Escilax
, sobrepujan por completo a los súbditos que les obedecen. Es, por tanto, evidente que por muchos motivos la alternativa en el mando y en la obediencia debe, necesariamente, ser común a todos los ciudadanos. La igualdad es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no podría vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad. Los facciosos que hubiese en el país encontrarían apoyo siempre y constantemente en los súbditos descontentos, y los miembros del gobierno no podrían ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos enemigos reunidos.
Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe resolver el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado la línea de demarcación al crear en una especie idéntica la clase de los jóvenes y la de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros capaces de mandar. Una autoridad conferida a causa de la edad no puede provocar los celos, ni fomentar la vanidad de nadie, sobre todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años la misma prerrogativa. Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a la vez perpetuas y alternativas, y, por consiguiente, la educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según opinión de todo el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando. Ahora bien, la autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del que la posee, o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en el primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres libres. Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el motivo por que se han dictado como por los resultados mismos que producen. Muchos servicios que se consideran exclusivamente como domésticos se hacen para honrar a los jóvenes libres que los realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto en la acción misma como en los motivos que la inspiran y en el fin de cuya realización se trata.
Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es idéntica a la virtud del hombre perfecto, y hemos añadido que el ciudadano debía obedecer antes de mandar; de todo lo cual concluimos que al legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud, conociendo los medios que conducen a ella y el fin esencial de la vida más digna. El alma se compone de dos partes: una que posee en sí misma la razón; otra que, sin poseerla, es capaz, por lo menos, de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las virtudes que constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal como la proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos partes del alma encierra el fin mismo a que debe aspirarse, porque siempre se hace una cosa menos buena en vista de otra mejor, lo cual es tan evidente en las producciones del arte como en las de la naturaleza, y en este caso el objeto mejor es la parte racional del alma.
Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el análisis, encontramos que la razón se divide en otras dos partes, razón práctica y razón especulativa. Como es consiguiente, la división que aplicamos a esta parte del alma se aplica igualmente a los actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería preciso preferir los actos de la parte naturalmente superior, ya lo sea en todos los casos, ya en el caso único en que las dos partes del alma se hallen en presencia una de otra; porque en todas las cosas es preciso preferir siempre lo que conduce a la realización del fin más elevado.
La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. De los actos humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una distinción del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar sus leyes en vista de las partes del alma y de sus actos, pero, sobre todo, teniendo en cuenta el fin más elevado a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. Es preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. En este sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la infancia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a jefes. Los gobiernos de la Grecia, que hoy pasan por ser los mejores, así como los legisladores que los han fundado, al parecer no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin superior, ni dictado sus leyes, ni encaminado la educación pública hacia el conjunto de las virtudes, sino que, antes bien, se han inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de útiles y son más capaces de satisfacer la ambición. Autores más modernos han sostenido poco más o menos las mismas opiniones, y han admirado altamente la constitución de Lacedemonia y alabado al fundador que la ha inclinado por entero del lado de la conquista y de la guerra. Basta la razón para condenar estos principios, así como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se han encargado de probar su falsedad. Compartiendo el sentimiento que arrastra a los hombres en general a la conquista en vista de los beneficios de la victoria, Tibrón y todos los que han escrito sobre el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre legislador, porque, merced al desprecio de todos los peligros, su república ha sabido llegar a ejercer una vasta dominación. Pero ahora que el poder espartano está destruido, todo el mundo conviene en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No es cosa extraordinaria que, conservando esta república las instituciones de Licurgo y pudiendo, sin obstáculo, atemperarse a ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad? Esto consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre político debe esforzarse en ensalzar. Mandar a hombres libres vale mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a esclavos. Además, no debe tenerse por dichoso a un Estado ni por muy hábil a un legislador cuando sólo se han fijado en los peligrosos trabajos de la conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano sólo pensará evidentemente en usurpar el poder absoluto en su propia patria, tan pronto como pueda hacerse dueño de ella, que es lo que Lacedemonia consideró como un crimen en el rey Pausanias, sin que le sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las leyes que de ellos emanan no son dignos de un hombre de Estado, y son tan falsos como funestos. El legislador no debe despertar en el corazón de los hombres más que buenos sentimientos, así respecto del público como de los particulares. Si se ejercitan en los combates, no debe ser para someter a esclavitud a pueblos que no merecen este yugo ignominioso, sino, primero, para no ser subyugados por nadie; luego, para conquistar el poder tan sólo en interés de los súbditos, y, por fin, para no mandar como señor a otros hombres que a los destinados a obedecer como esclavos. El legislador debe hacer de manera que así sus leyes sobre la guerra como las demás instituciones sólo tengan en cuenta la paz y el reposo, y aquí los hechos vienen en apoyo de la razón. La guerra, mientras ha durado, ha sido la salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado su poderío, la victoria les ha sido fatal, pues, al modo del hierro, han perdido su temple tan pronto como han tenido paz, y la culpa es del legislador que no ha enseñado la paz a su ciudad.
Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que para los individuos, y puesto que el hombre de bien y una buena constitución se proponen, por necesidad, un fin semejante, es evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito, la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las virtudes que afianzan el reposo y el bienestar son aquellas que lo mismo están en actividad durante el reposo que durante el trabajo. El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de muchas condiciones indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado, para gozar de paz, debe ser prudente, valeroso y firme, porque es muy cierto el proverbio:
«No hay reposo para los esclavos».
Cuando no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le ataca. Por tanto, se necesita tener valor y paciencia en el trabajo; filosofía en el descanso; prudencia y templanza en ambas situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo. La guerra da forzosamente justicia y prudencia a los hombres que se embriagan y pervierten en medio de las ventajas y de los goces del reposo y de la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia cuando se está a la cima de la prosperidad y se goza de todo lo que excita la envidia de los demás hombres. Sucede lo que con los bienaventurados que los poetas nos representan en las islas Afortunadas; cuanto más completa es su beatitud en medio de todos los bienes de que se ven colmados, tanto más deben llamar en su auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. Estas virtudes, evidentemente, no son menos necesarias para el bienestar y para la vida moral del Estado. Si es vergonzoso no saber aprovecharse de la fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la paz y ostentar valor y virtud durante los combates, para mostrar después una bajeza propia de un esclavo durante la paz y el reposo. No debe entenderse la virtud como la entendía Lacedemonia; y no es que ella haya comprendido el bien supremo de distinta manera que todos los demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una virtud especial, la virtud guerrera. Pero como hay bienes que son superiores a los que procura la guerra, es evidente que el goce de estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el goce mismo, es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se podrán alcanzar estos bienes inapreciables.
Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón. Hemos precisado las cualidades que los ciudadanos deben haber obtenido previamente de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación de la razón debe preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas influencias estén en la más perfecta armonía, puesto que la razón misma puede extraviarse al ir en busca del mejor fin, y las costumbres no están sujetas a menos errores. En esto, como en lo demás, por la generación comienza todo, pero el fin de la generación se remonta a un origen cuyo objeto es completamente diferente. En el hombre, el verdadero fin de la naturaleza es la razón y la inteligencia, únicos objetos que se deben tener en cuenta cuando se trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la generación de los ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. Así como el alma y el cuerpo, según hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene dos partes no menos diferentes: una irracional, otra dotada de razón; y que se producen de dos maneras de ser diversas; es propio de la primera el instinto; de la otra, la inteligencia. Si el nacimiento del cuerpo precede al del alma, la formación de la parte irracional es anterior a la de la parte racional. Es fácil convencerse de ello; la cólera, la voluntad, el deseo se manifiestan en los niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no aparecen, en el orden natural de las cosas, sino mucho más tarde. Es de necesidad ocuparse del cuerpo antes de pensar en el alma; y después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que en definitiva no se forme el instinto sino para servir a la inteligencia ni se forme el cuerpo sino para servir al alma.
CAPÍTULO XIV
LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS EN LA CIUDAD PERFECTA
Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los ciudadanos que ha de formar, su primer cuidado debe tener por objeto los matrimonios de los padres y las condiciones, relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren para contraerlos. Dos cosas deben tenerse presentes: las personas y la duración probable de su unión, a fin de que haya entre las edades una conveniente relación, y que las facultades de los dos esposos no estén nunca en discordancia, pudiendo el marido tener aún hijos cuando la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas diferencias en las uniones son origen de querellas y disgustos. Esto importa, en segundo lugar, a causa de la relación que debe haber entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No es conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia, porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos, que son demasiado ancianos, es completamente vana, no pudiendo los padres procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco conviene que esta diferencia de edades sea muy poca, porque se tropieza con otros inconvenientes no menos graves. Los hijos entonces no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la administración de la familia a discusiones poco oportunas.
Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar, casi como le plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados.
Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una particular atención. Como la naturaleza ha limitado la facultad generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión conyugal. Las uniones prematuras son poco favorables para los hijos que de ellas salen. En toda clase de animales, el emparejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las más veces hembras y de formas raquíticas. La especie humana está necesariamente sometida a la misma ley. Puede uno convencerse de ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se unen ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas proporciones. De esto también resulta otro peligro: las mujeres jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así se dice que, habiendo los trezenios consultado al oráculo sobre la frecuencia con que morían sus jóvenes mujeres, éste respondió: que se las casaba muy pronto «sin tomar en cuenta el fruto que debían dar». La unión en una edad más adelantada no es menos útil para asegurar la templanza de las pasiones. Las jóvenes que han sentido el amor muy pronto parecen dotadas en general de un temperamento ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus durante su crecimiento daña al desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza, más allá del cual no puede crecer más.
Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para las mujeres y en los treinta y siete o un poco menos para los hombres. Dentro de estos límites, el momento de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para procrear convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder generador. De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será desde el momento de mayor vigor, si, como debe suponerse, el nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los maridos. Tales son nuestros principios sobre la época y la duración de los matrimonios. En cuanto al momento mismo de la unión, participamos de la opinión de aquellos que, en vista de los buenos resultados de su propia experiencia, creen que la época más favorable es el invierno. Es preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas han dicho sobre la generación. Los primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en cuanto a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En general el viento del Norte es, según ellos, preferible al del Mediodía.
No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de tener los padres para que nazcan con vigor sus hijos. Estos pormenores, si se tratase el asunto profundamente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí podremos ocuparnos de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento sea atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la procreación; tampoco es conveniente que sea valetudinario e incapaz de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por medio de la fatiga, pero de modo que ésta no sea demasiado violenta. Tampoco deben limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos dignos de un hombre libre. Estas condiciones me parecen igualmente aplicables a las mujeres que a los hombres. Las madres, durante el embarazo, atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán bien de permanecer inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio es fácil, pues bastará que el legislador les ordene que vayan todos los días al templo para implorar el favor de los dioses que presiden a los nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la actividad, convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las madres que los llevan en su seno, lo mismo que los frutos de la tierra penden del suelo que los alimenta.
Para distinguir los hijos que es preciso abandonar de los que hay que educar, convendrá que la ley prohiba que se cuide en manera alguna a los que nazcan deformes; y en cuanto al número de hijos, si las costumbres resisten el abandono completo, y si algunos matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites formalmente impuestos a la población, será preciso provocar el aborto antes de que el embrión haya recibido la sensibilidad y la vida. El carácter criminal o inocente de este hecho depende absolutamente sólo de esta circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.
Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo la unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación deberá cesar. Los hombres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros son de una debilidad irremediable. Se debe cesar de engendrar en el momento mismo en que la inteligencia ha adquirido todo su desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de algunos poetas que miden la vida por septenarios, coincide generalmente con los cincuenta años. Y así se debe renunciar a procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este término, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de salud o por consideraciones no menos graves.
En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que proceda y cualquiera el grado en que se verifique, es preciso considerarla como cosa deshonrosa, mientras uno sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo fijado para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y con toda la severidad que merece.
CAPÍTULO XV
LA EDUCACIÓN DURANTE LA PRIMERA INFANCIA
Una vez nacidos los hijos, es preciso convencerse de que la calidad del alimento que se les dé ha de ejercer un gran influjo sobre sus fuerzas corporales. El ejemplo mismo de los animales, así como el de todas las naciones que hacen un estudio particular de los temperamentos propios para la guerra, nos prueba que el alimento más sustancial y que más conviene al cuerpo es la leche, y que es preciso abstenerse de dar vino a los niños por temor a las enfermedades que engendra.
Importa igualmente saber hasta qué punto conviene dejarles libertad en sus movimientos; y para evitar que sus miembros, tan delicados, no se deformen, algunas naciones se sirven aún en nuestros días de ciertas máquinas que procuran a estos pequeños cuerpos un desenvolvimiento regular. También es útil habituarlos, desde la más tierna infancia, a las impresiones del frío, costumbre que no es menos útil para la salud que para los trabajos de la guerra. Asimismo hay muchos pueblos bárbaros que tienen la costumbre de bañar a sus hijos en agua fría, o de vestirlos con ropa muy ligera, que es lo que hacen los celtas.
Todos los hábitos que deben contraer los niños conviene que comiencen desde la más tierna edad, teniendo cuidado de proceder por grados; así, el calor natural de los niños hace que arrostren muy fácilmente el frío. Tales son sobre poco más o menos los cuidados que más importa tener en la primera edad. En cuanto a la edad que sigue a ésta y que se extiende hasta los cinco años, no se puede exigir ni la aplicación intelectual, ni ciertas fatigas violentas que impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir la actividad necesaria para evitar una pereza total del cuerpo. A los niños se les debe excitar al movimiento empleando diversos medios, sobre todo el juego, los cuales no deben ser indignos de hombres libres, ni demasiado penosos, ni demasiado fáciles. Pero sobre todo, que los magistrados encargados de la educación, y que se llaman pedónomos, vigilen con el mayor cuidado las palabras y los cuentos que lleguen a estos tiernos oídos. Todo esto debe hacerse a fin de prepararles para los trabajos que más tarde les esperan; y así sus juegos deben ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más avanzada. Es un gran error ordenar en las leyes que se compriman los gritos y las lágrimas de los niños, cuando son un medio de desarrollo y un género de ejercicio para el cuerpo. Reteniendo el aliento se adquiere una nueva fuerza en medio de un penoso esfuerzo, y los niños también se aprovechan de esta contención cuando gritan. Entre otras muchas cosas, los pedónomos cuidarán también de que los niños se comuniquen lo menos posible con los esclavos, ya que hasta los siete años han de permanecer necesariamente en la casa paterna. Mas, no obstante esta circunstancia, conviene alejar de sus miradas y de sus oídos toda palabra y todo espectáculo indignos de un hombre libre. El legislador deberá desterrar severamente de su ciudad la obscenidad en las palabras, como lo hace con cualquier otro vicio. El que se permite decir cosas deshonestas está muy cerca de permitirse ejecutarlas, y, por tanto, debe proscribirse desde la infancia toda palabra y toda acción de este género. Si algún hombre libre por su nacimiento, pero demasiado joven para ser admitido en las comidas en común, se permite una palabra, una acción prohibida, que se le castigue poniéndole a la vergüenza, que se le apalee, y si es de edad ya madura, que se le pene como a un vil esclavo con castigos convenientes a su edad, porque su falta es propia de un esclavo. Si proscribimos las palabras indecentes, hemos de hacer lo mismo con las pinturas y las representaciones obscenas. El magistrado debe cuidar de que ninguna estatua ni dibujo recuerde ideas de este género, a no ser en los templos de aquellos dioses a quienes la ley misma permite la obscenidad. Pero la ley prescribe, en una edad más avanzada, no dirigir súplicas a estos dioses ni en favor de uno mismo, ni de su mujer, ni de sus hijos.
La ley debe prohibir a los jóvenes asistir a la representación de piezas satíricas y de las comedias, hasta la edad en que puedan tomar asiento en las comidas comunes y beber vino puro. Entonces la educación los resguardará de los peligros de estas reuniones.
No hemos hecho hasta aquí más que tratar someramente esta materia; pero más adelante veremos, al insistir más en ella, si será conveniente privar a la juventud absolutamente de todo espectáculo, o en caso de admitir este principio, cómo deberá modificarse. Por ahora nos hemos limitado a las generalidades más indispensables.
Teodoro, el actor trágico, quizá tenía razón para decir que no podía tolerar que un cómico, aunque fuese malo, se presentase en escena antes que él, porque los espectadores se acomodaban fácilmente a la voz del primero que oían. Esto es igualmente exacto en las relaciones con nuestros semejantes y con las cosas que nos rodean. La novedad es siempre la que más nos encanta; y así debe alejarse de la infancia todo lo que lleve el sello de algo malo, y principalmente todo aquello que tenga que ver con el vicio o con la malevolencia.
Desde los cinco a los siete años es preciso que los niños asistan, durante dos, a las lecciones que más adelante habrán de recibir ellos mismos. Después, la educación comprenderá necesariamente dos épocas distintas: desde los siete años hasta la pubertad, y desde la pubertad hasta los veintiún años. Es una equivocación el querer contar la vida sólo por septenarios. Debe seguirse más bien para esta división la marcha misma de la naturaleza, porque las artes y la educación tienen por único fin llenar sus vacíos.
Veamos, pues, en primer lugar, si conviene que el legislador imponga una regla a la infancia. Después veremos si vale más que la educación se haga en común por el Estado, o si ha de dejarse a las familias, como sucede en la mayor parte de los gobiernos actuales; y diremos, por fin, sobre qué objetos debe recaer.
No hay comentarios :
Publicar un comentario